jueves, 5 de junio de 2014

Al-Mutamín (o Al-Mutamán), el matemático que fue rey

En nuestros días, sofocados por la zozobra en la que nos han sumido, los términos “gobernante” y “sabio” parecen pertenecer a universos opuestos, antitéticos. Sin embargo, esto no siempre ha sido así. Hubo otras épocas en que personas inteligentes, versadas con gran aprovechamiento en diferentes ciencias, se ocuparon también de tareas políticas y orientaron su capacidad y tiempo al servicio de la comunidad.

Uno de esos singulares prohombres se llamó Abú Amir Yúsuf ben Ahmed ibn Hud, aunque los cronistas se refieren a él por el sobrenombre que adoptó: Al-Mutamín (o Al-Mutamán), “el que confía en Dios”. Reinó en la taifa de Saraqusta (Zaragoza), ciudad en la que había nacido hacia el año 1040 (el 431 del calendario musulmán), y, tras recientes investigaciones, hay quien ha llegado a la conclusión de que, pese a morir bastante joven, se trata del matemático más brillante en la historia de la península Ibérica y, posiblemente, el más sobresaliente de toda la Europa medieval. Hasta tal punto ha asombrado la magnitud de sus logros que algunos especialistas han planteado la posibilidad de cambiar los nombres de varios teoremas clásicos de la Matemática, pues Al-Mutamín los expuso siglos antes de que fueran “descubiertos” y divulgados en Occidente.

Al contrario de lo que mucha gente cree, el Islam no sólo floreció en el sur peninsular. Hubo otras zonas de lo que hoy es España donde la cultura musulmana alcanzó un espectacular desarrollo. Una de ellas fue el valle del Ebro, espina dorsal de la llamada Marca Superior, un territorio de frontera cuya cabeza visible era Zaragoza. Tales fueron su arraigo en la zona y su poderío que, por ejemplo, en su avance hacia el Sur los cristianos ocuparon antes Toledo (1085), ya en La Mancha, que Huesca (1096), a las puertas del los Pirineos.

Después de una tumultuosa relación plagada de constantes pugnas entre la autoridad central y los poderes islámicos locales, estos últimos aprovecharon la fitna o guerra civil que despedazaría el hasta entonces próspero califato de Córdoba para constituir, a comienzos del siglo XI, un reino o taifa independiente. Dos linajes árabes con origen en el Yemen, los Tuyibíes y los Hudíes, se sucedieron en el trono y Saraqusta conoció con ellos un periodo de prodigioso esplendor.

El padre de Al-Mutamín y segundo miembro de la dinastía hudí, Abú Yafar Ahmed ben Sulaymán, extendió el dominio saraqustí hasta el mar al ocupar Tarragona, Tortosa y Denia. Y Zaragoza contó con un puerto muy activo, al igual que en época romana. El Ebro, navegable, se convirtió en aventajado camino para el tránsito de mercancías, gentes e ideas hacia el Mediterráneo, en especial las costas de Siria y Egipto, en viajes de ida y vuelta.


En 1064, dicho rey recuperó Barbastro, que había sido sometido un año antes por la primera cruzada de la historia, animada por el papa Alejandro II (una especie de ensayo de las que unas décadas más tarde asolaron Tierra Santa), y se ganó a pulso el sobrenombre de Al-Muqtadir Billáh, “el victorioso con la ayuda de Dios”. En las afueras de Zaragoza mandó levantar una residencia de ensueño, como sacada de un cuento de Las mil y una noches, la Aljafería, a la que el propio monarca calificó en un poema como el “palacio de la alegría” (qasr al-surur). Y en ella reunió una Corte de ilustrados, musulmanes y judíos, instruidos en múltiples saberes. Literatos, filósofos y científicos de todo Al-Ándalus, que huían de la contienda fratricida, buscaron refugio a orillas del Ebro y aquí se sumaron a los eruditos autóctonos, que ya despuntaban.

En este ambiente creció Al-Mutamín, rodeado de señeros hombres de ciencia. Su interés se centró en los matemáticos y los astrónomos. Los primeros estaban ligados a figuras como Abú Abd Allah Assaraqustí o el cordobés Al-Karmani, difusor del neoplatonismo a través de la llamada Enciclopedia de los Hermanos de la Pureza. Entre los segundos descollaba Ahmad ben Muhammad Al-Naqqash, quien fabricó un astrolabio que custodia con especial celo el museo Nacional Germánico de Núremberg.

Aun cuando el dilatado reinado paterno, que se extendió entre 1046 y 1081, le permitió dedicar parte de su tiempo al estudio, Al-Mutamín no abandonó sus obligaciones cortesanas. De esta forma, al fallecer su progenitor, estuvo en disposición de gobernar con destreza un reino ya debilitado e inmerso en una espinosa encrucijada, puesto que todas sus fronteras se veían amenazadas por temibles antagonistas, no solo cristianos sino también musulmanes. Castilla aguardaba expectante la oportunidad de poner el pie en territorio saraqustí. Pero las mayores amenazas provenían del Norte y del Este, donde el joven reino de Aragón y los condados catalanes se expandían con gran pujanza, y donde su hermano menor Al-Mundir, asentado en Lérida, le negó el vasallaje y se alzó en rebeldía.

Para contrarrestar el poder de sus enemigos, Al-Mutamín contó durante su gobierno, desde el primer al último día, con la inestimable ayuda de un aliado a sueldo, Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador. El célebre cantar de gesta que relata sus hazañas, compuesto más de un siglo después de los hechos históricos, silencia su servicio a las órdenes del monarca saraqustí y ahorma la realidad a necesidades propagandísticas y literarias. En sus versos, a golpe de espada, cercenando cabezas y miembros de “moros” a diestro y siniestro hasta que le va por el codo abajo mucha sangre chorreando, el caballero castellano se abre paso por los dominios zaragozanos (todas las tierras aquellas mucho que las saqueaba / y ya también Zaragoza la tiene sujeta a parias), que el poema épico hace depender equivocadamente del rey de Valencia.


Pero la realidad fue otra, muy distinta a la cantada por los juglares. El Cid, al frente de su hueste mercenaria en el exilio, se convirtió en el brazo armado de la política de Al-Mutamín. Se mantuvo siempre fiel al zaragozano, con quien formó un tándem cabal. Y en su nombre batalló sin descanso y derrotó en varias ocasiones, pese a una clara inferioridad numérica, a los ejércitos coaligados de Al-Mundir, el rey de Aragón Sancho Ramírez y el conde barcelonés Ramón Berenguer II (a este último le arrebataría Colada, una de las dos espadas, junto a Tizona, que la tradición le atribuye). Para los habitantes de la taifa era un héroe admirado y sólo el repentino fallecimiento del monarca musulmán en otoño de 1085, unas semanas después de que todo Al-Ándalus llorara sobrecogido la conquista cristiana de Toledo, pondría fin a la alianza.

La herencia política de Al-Mutamín no le sobrevivió mucho tiempo. Su hijo y sucesor, Al-Mustaín (“el que implora la ayuda de Dios”), pudo mantener la independencia del reino ante los nuevos paladines del Islam occidental, los almorávides. Pero no fue capaz de detener el imparable avance de los aragoneses y encontró la muerte en combate, en 1110, a manos de las tropas de Alfonso I el Batallador.

No sucedió lo mismo, por suerte, con el legado intelectual de Al-Mutamín. Aunque también cultivó la Filosofía, el saraqustí se volcó en la redacción de un compendio enciclopédico de la Matemática más avanzada de su época, el Libro de la perfección (Kitab al-Istikmal).

En ese tratado, el más extenso escrito hasta entonces, se recogen, glosadas en profundidad, lo que los musulmanes llamaban “ciencias de los antiguos”. Es decir, los escritos científicos de la Grecia clásica (Euclides, Arquímedes, Teodosio de Bitinia, Menelao de Alejandría, Apolonio de Pérgamo, etc.), reunidos y conservados en Bagdad por orden de los califas abasíes desde mediados del siglo VIII. A esos textos se añaden descubrimientos destacados de las primeras generaciones de matemáticos musulmanes. En particular, de Thabit ibn Qurrá e Ibn Al-Haytham (el Alhacén de los cristianos). No hay que olvidar que la erudición islámica desarrolló enormemente la aritmética decimal, las fracciones y la trigonometría plana y esférica, así como la resolución de ecuaciones. De ella proceden los números que usamos en la actualidad (números “arábigos”), junto a términos tan comunes hoy en día como algoritmo o álgebra.

En el Libro de la perfección se diseccionan infinidad de postulados de Aritmética (teoría de los números, números amigos, números irracionales, razones y proporciones...) y Geometría (geometría plana, geometría de la esfera y otros cuerpos sólidos, secciones cónicas...), así como sus aplicaciones en ciencias como la Óptica y la Astronomía.

Sin embargo, no se trata tan solo de una recopilación y unos comentarios de teorías ajenas. Su presentación es novedosa e inédita, al estructurar el contenido de acuerdo a las categorías de la Lógica de Aristóteles y dividirlo en géneros y especies. A su vez, incluye aportaciones originales de gran mérito. Una de ellas es la resolución, nunca antes hecha, del denominado teorema de Ceva, una proposición geométrica que no pudo ser demostrada en Europa hasta ¡seis siglos después!, cuando en 1678 lo consiguiera el milanés Giovanni Ceva.

Como se ve, la influencia de los escritos de Al-Mutamín no llegó a alcanzar la Europa cristiana, a pesar de que su biblioteca personal fue salvada y trasladada a Rueda de Jalón, refugio de los últimos Hudíes, antes de que el Batallador tomara Zaragoza. Unos años más tarde, cuando Rueda pasó a depender de la diócesis de Tarazona, traductores al servicio del obispo Miguel de Toulouse, en particular Hugo de Santalla (“Escuela de Traductores de Tarazona”), trabajaron en los manuscritos allí guardados. Pero no existe ninguna referencia a la obra del rey matemático.

Por el contrario, sí que circuló por el mundo musulmán. Uno de los primeros estudios científicos de Maimónides fue una revisión exhaustiva del Libro de la perfección, cuyo contenido dieron a conocer en el Egipto fatimí los discípulos del pensador judío nacido en Córdoba. Y desde allí se difundió a otras zonas de dominio islámico, pues se ha documentado su presencia en Bagdad en el siglo XIV.

Su rastro, sin embargo, se perdió en el tiempo y hasta hace escasas fechas el texto de Al-Mutamín era desconocido. Fragmentos anónimos de un manual matemático, que hoy se sabe que pertenecen al Libro de la perfección, fueron catalogados en bibliotecas de Leiden, Copenhague y El Cairo. Pero hasta 1985 no se produjo su resurrección, cuando fue hallada una copia en la biblioteca L’Askeri Müze de Estambul procedente de la colección de obras científicas del cultivado sultán otomano Mehmed II (1432-1481), el mismo que con la conquista de Constantinopla puso irreversible fin al milenario Imperio Romano de Oriente. Esa resurrección fue definitiva tras ser encontrada, poco después, una segunda copia en la capital egipcia.


Dos profesores universitarios, el holandés Jan Hogendijk y el argelino Ahmed Djebbar, han dedicado desde entonces muchas horas de estudio a los trabajos matemáticos de Al-Mutamín. Y este último advirtió, además, que una obra de Ibn Sartaq (siglo XIV), que se conserva en dos códices en El Cairo y Damasco, es en realidad una versión del Istikmal que permite completar las partes que faltan en otros repertorios.

De la importancia de los hallazgos de este rey sabio habla el hecho de que Al-Mutamín se convirtiera en el tema estrella del XIX Congreso Internacional de Historia de la Ciencia, certamen auspiciado por la UNESCO cada cuatro años y celebrado en Zaragoza en 1993 (cuando aún no había que ahorrar también en sabiduría), al que acudieron más de 1.300 científicos de todo el mundo, entre ellos varios premios Nobel. En él, los conocimientos acopiados por el zaragozano asombraron a todos los presentes y, aunque hoy arrinconado, quedó certificado que se trata de uno de los matemáticos más sorprendentes y magistrales de la historia.


Para saber más:
-Andú, Fernando: El esplendor de la poesía en la taifa de Zaragoza, Zaragoza, Mira, 2007.
-Al-Gazzar, Abu Bakr: Diwan. Abu Bakr al-Gazzar, el poeta de la Aljafería, Zaragoza, Prensas Universitarias (Col. Larumbe), 2005.
-Cervera, M ª José: El reino de Saraqusta, Zaragoza, CAI, 1999.
-Corral, José Luis: El salón dorado (novela), Madrid, Edhasa, 1996.
Historia de Zaragoza. Zaragoza musulmana (714-1118), Zaragoza, Ayuntamiento y CAI, 1998.
— El Cid (novela), Barcelona, Edhasa, 2000.
-Turk, Afif: El reino de Zaragoza en el siglo XI de Cristo (V de la Hégira), Madrid, Instituto Egipcio de Estudios Islámicos, 1978.
-Viguera, Mª Jesús: El islam en Aragón, Zaragoza, CAI (Col. Mariano de Pano y Ruata), 1995.
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