martes, 30 de junio de 2015

Juan José Laborde, un jacetano en la Corte del rey de Francia

Algunas veces el curso de la historia se acelera de manera brusca. Durante un limitado espacio de tiempo altera su habitual fluir y sobreviene un sensible salto cualitativo. En el mundo occidental, una de esas excepcionales ocasiones se vivió a finales del siglo XVIII, cuando la afilada hoja de la guillotina descabezó un Antiguo Régimen en descomposición.

En las décadas anteriores, los filósofos de la Ilustración habían aupado la Razón a un pedestal del que ya no ha bajado, los artistas volvieron sus miradas hacia la Antigüedad clásica, hubo guerras que convulsionaron continentes y nació un nuevo país, los Estados Unidos de América, que no tardaría en convertirse en señera potencia mundial. En todos y cada uno de esos trascendentes pasos previos al arrebato final tuvo un protagonismo incuestionable, si bien en la sombra, un jacetano llamado Juan José Laborde. En Europa le dedican tesis, estudios y publicaciones. Por el contrario, en su Aragón natal muy pocos han oído hablar de él.

A pesar de sus majestuosas moles pétreas, sus ásperos acantilados cortados a pico y sus tortuosas hoces, los Pirineos nunca han constituido un muro infranqueable. Desde la llegada del hombre al lugar, el tránsito de personas, mercancías e ideas entre sus dos porosas vertientes, la norte y la sur, ha sido incesante.

Los pueblos prerromanos que habitaron la Cordillera compartieron formas de vida y costumbres. Las calzadas romanas facilitaron, más tarde, el trasiego. Por ellas circularon carros, caballerías e infinidad de gentes a lomos de sandalias, abarcas o alpargatas. Los visigodos reinaron a ambos lados del macizo montañoso y, en la Edad Media, colonos llegados de lo que hoy es la Francia meridional abundaron en la repoblación del territorio arrebatado por los cristianos a los musulmanes.

Entre los extranjeros instalados en tierra aragonesa en tiempos más recientes, la francesa siempre ha sido, por vecindad, la comunidad más numerosa. Sobre todo en la capital, donde lograron enraizarse y medrar familias por todos conocidas (Bruil, Lac, Averly, Carde, Mercier…), así como en poblaciones próximas a la frontera. En una de ellas, en Jaca, primera villa del Reino, se afincaron a comienzos del siglo XVIII el joven Jean Pierre Laborde y su esposa, Marguerite Aleman de Sainte-Croix.

Jean Pierre era natural de Bielle, una pequeña localidad del Bearne emplazada en el valle de Ossau, comunicado con el oscense valle de Tena a través del paso de El Portalet. Allí su familia regentaba un hostal. Él, sin embargo, se estableció como tratante de ganado, aunque parece ser que también ejerció de ocasional banquero y no fue ajeno al velado contrabando de diferentes productos entre ambos países, práctica inmemorial en la zona desde la aparición de las invisibles barreras políticas.

El apellido Laborde, con sus variantes locales (Laborda, Labuerda), muy extendido en suelo oscense, incrementó todavía más su presencia tras el nacimiento de los cuatro hijos de la pareja. Juan José, llegado al mundo en enero de 1724, fue el menor y el único varón. En las calles de Jaca, al amparo de su centenaria catedral, al igual que en los cercanos parajes pirenaicos que luego añoraría, transcurrió su tranquila infancia. Pero al no ver claro su futuro en el Alto Aragón, cuando cumplió los 10 años su progenitor lo envió a casa de unos familiares en Bayona.

En aquel tiempo, la ciudad francesa despuntaba como uno de los puertos más prósperos del país vecino. Un primo suyo dirigía una compañía marítima de importación y exportación, y en ella entró de aprendiz. Trabajó duro y se mantuvo siempre atento a todo. Así, cuando en 1748 se produjo el fallecimiento de su primo, le sustituyó al frente del negocio con tan solo 24 años.

Con las riendas en su mano, la empresa prosperó de forma exponencial. Sus contactos en Madrid, pero también su condición de español y su dominio del idioma, le permitieron acaparar las importaciones francesas de plata procedente de las colonias hispanoamericanas. Desde la llegada de los Borbones al trono de España, los principales focos financieros de la Corte y de la Administración se encontraban en manos de banqueros originarios del suroeste de Francia, en dura pugna con inversores vascos y navarros. Y el panorama no varió tras la creación, en 1748, del llamado Real Giro, institución estatal que buscó monopolizar el lucrativo flujo de plata amonedada hacia Europa.

La moneda de plata española (el real de a ocho o piastra) era la más demandada y la única aceptada en todos los rincones del planeta, incluido el Extremo Oriente, por su acreditada calidad. Resellada por otros Estados o no, se convirtió en la primera divisa internacional (y también la primera moneda de curso legal en los Estados Unidos, donde circuló hasta 1857).

Para gestionar el negocio, Laborde se asoció a François Nogué, marido de su hermana mayor, Orosia (nombre que subrayaba los vínculos de la familia con Jaca, cuya patrona es Santa Orosia). En 1752 fundaron Laborde & Nogué, que representó en Bayona a la Compañía Francesa de las Indias Orientales, necesitada de las monedas españolas para, entre otras transacciones, la compra de algodón hindú. A su vez, canalizó diversas operaciones económicas entre las monarquías española y francesa. En pago, obtuvo favores políticos y beneficios económicos de ambas.

Parte de los cuantiosos dividendos obtenidos con la plata fueron reinvertidos por Laborde en diferentes proyectos. Se hizo dueño de una flota de barcos de pesca que incluía varios balleneros, participó en el comercio transatlántico de materias primas, especias y frutas tropicales, adquirió una gran hacienda en Haití con el fin de cultivar caña de azúcar y hasta se involucró en la trata de esclavos, para dotar sus plantaciones de vigorosos braceros.

En el otoño de 1756 dio comienzo una encarnizada “guerra mundial”. La conocida como Guerra de los Siete Años (1756-1763) enfrentó en distintos campos de batalla a dos poderosas coaliciones. Por un lado, la formada como potencias principales por Francia, Austria, Rusia y Suecia. Por otro, la que integraron Gran Bretaña y Prusia, junto con varios aliados menores. Con el paso del tiempo, España también sería arrastrada a la contienda, de lado de los primeros, mientras que Portugal lo haría en apoyo de los segundos.

La penuria de fondos del Estado francés para abastecer y sostener a sus ejércitos le llevó a solicitar préstamos a Laborde. Éste adelantó el dinero preciso de su ya insondable bolsa o bien suministró equipos y víveres. Además, consiguió mediante un crédito personal, que le concedió de forma reservada el rey de España, 12 millones de libras en oro.


Gracias a ello, sólo unas semanas después del inicio del conflicto armado, el jacetano ya ejercía como consejero de la cancillería de Luis XV. Su influencia en palacio se abría paso a grandes zancadas. Y con poco más de treinta años, hacía gala de escudo de armas (que luego heredaría la localidad de Méréville, en la que Laborde residió en sus últimos años) y acuñó una divisa Ex parvo, multum (De poco, mucho), declaración explícita, sin pudor alguno, tanto de sus humildes orígenes como de sus formidables conquistas económicas y sociales. La joven aristocracia del dinero ya no se amilanaba acomplejada ante la rancia aristocracia de sangre.

En septiembre de 1758, presionado por los principales dirigentes políticos franceses, Laborde abandonó Bayona y, reacio a hacerlo en Versalles, como le habían sugerido, se instaló en París. Y al poco tiempo, sustituyó en el empleo de banquero de la Corte a Jean de Pâris de Montmartel, padrino de madame de Pompadour y titular del cargo durante lustros. Sin embargo, ahí no culminó su andadura.

Varios reveses diplomáticos y bélicos precipitaron el relevo del hasta entonces principal responsable de la política exterior de Francia, el cardenal Bernis. Su sucesor, el duque de Choiseul, encontró en Laborde uno de los pilares básicos de su labor. La sintonía entre ambos, que desembocó en una estrecha amistad, facilitó el ingreso del jacetano en el círculo íntimo de Luis XV y su elección como recaudador general de impuestos (fermier général).

El 9 de septiembre de 1760, se desposó en Bruselas con Rosalie Claire de Nettine, trece años menor. El padre de la novia, Mathias de Nettine, había sido el banquero más relevante de los Países Bajos austriacos; esto es, de gran parte de la actual Bélgica, que tras varios siglos bajo la tutela del rey de España había pasado a depender de las autoridades de Viena en 1714, al concluir la Guerra de Sucesión Española. Cuando Mathias de Nettine falleció en 1749, el negocio familiar pasó a ser regido, con mano de hierro, por su esposa, Barbe Stoupy. Con ese matrimonio se unían dos de las mayores fortunas de Europa y, como pretendía Choiseul, más que probable Celestina, se apuntalaba la alianza entre Francia y Austria.

Pero la estrecha relación entre ambos países no florecería en los campos de batalla. Pese al sostén económico de Laborde, la pericia como estratega del monarca prusiano Federico II el Grande tenía en continuo jaque a las tropas francesas y austriacas. Centroeuropa se vio arrasada (como revela Barry Lyndon, la película filmada por Kubrick). Y otro tanto sucedió en lejanos escenarios, como la India o Filipinas, donde se combatía con saña y los ingleses solían salir victoriosos.

Mientras, el Norte de América era sacudido por matanzas no menos pavorosas que las que asolaban el Viejo Continente. Aun cuando las tribus indígenas, salvo las de lengua iroquesa, se aliaron con los colonos y expedicionarios franceses, los británicos acabaron por imponer su ley (también hay películas sobre el tema, en particular las que recrean el final del último de los mohicanos, según la novela de James F. Cooper). Todo ello obligó a una Francia exhausta a buscar la paz en condiciones muy desfavorables. Y con la firma del Tratado de París perdió muchas de sus posesiones en América y Asia.

El descalabro no minó en exceso la posición privilegiada de Laborde. En 1764, sólo un año después del fin de las hostilidades, adquirió a poco más de 100 km de París el castillo de La Ferté-Vidame, hogar hasta su fallecimiento del duque de Saint-Simon, célebre por sus Memorias y por su amistad con Montesquieu, a quien acostumbraba a alojar en su mansión.

Decidido a hacer del lugar una morada regia, demolió la vetusta fortaleza medieval y encargó la construcción de un nuevo palacio a uno de los arquitectos de moda en Francia, Antoine Mathieu Le Carpentier. Al darse por concluidas las obras, en 1771, en el centro de la finca, cuya extensión se multiplicó con la compra de señoríos vecinos, se levantaba una majestuosa construcción de aire clásico, repartida en varios cuerpos escalonados y rodeada de versallescos jardines, estanques, pabellones, establos, granjas… La inversión ascendió a la colosal cifra de 14 millones de libras.

Ni la caída en desgracia de Choiseul ni el fallecimiento de Luis XV, en 1774, alejaron a Laborde de la gloria social. En su suntuosa residencia de La Ferté-Vidame recibió con asiduidad a ilustres visitantes. Por ella pasó, por ejemplo, el hermano de la reina María Antonieta, el futuro José II de Austria, el gran reformador y modernizador del Sacro Imperio Germánico, enfrentado a la Iglesia y a la nobleza.

Su fortuna se incrementó con la compraventa de terrenos e inmuebles, sobre todo en París, y con la especulación financiera. Aconsejó en sus inversiones a una heterogénea clientela compuesta por reyes, nobles y burgueses adinerados, en la que no faltaron destacados integrantes de la Ilustración. Ente estos últimos figuró Voltaire (moriría inmensamente rico), con quien llegó a tener bastante complicidad, hasta el punto de intercambiar cartas en las que el jacetano desvelaba confidencias referidas a su matrimonio (dichoso, parece ser, pues calificaba a su esposa de “templo de la virtud” y “su mejor amigo”).

En 1780, Laborde costeó la campaña militar de Jean-Baptiste-Donatien de Vimeur, conde de Rochambeau, a la que se incorporaron los voluntarios del marqués de La Fayette en apoyo de la insurrección de las colonias británicas en el Norte de América. Los combatientes franceses, cuyo número triplicó al de los locales, se unieron al ejército de George Washington (equipado y avituallado por el diplomático español Francisco de Saavedra) y juntos batieron a los ingleses en Yorktown, un encuentro calificado por algunos historiadores como “la batalla que cambió el curso de la historia”. Tras la derrota, sumada a la que unos meses antes habían sufrido en Pensacola a manos del gobernador español de Luisiana, Bernardo de Gálvez (cuyo retrato, en homenaje, cuelga de las paredes del Capitolio), los vencidos se vieron obligados a iniciar unas conversaciones de paz que culminarían con el reconocimiento de la independencia de los Estados Unidos de América, en 1783.


Ese mismo año, seducido por los vastos bosques que rodeaban la edificación principal, magníficos para la caza, el rey Luis XVI se encaprichó del castillo de Rambouillet, propiedad de su primo, Luis Juan María de Borbón, duque de Penthièvre. A cambio de su cesión, éste solicitó La Ferté-Vidame para su familia. No pudiendo negar nada al monarca, Laborde se vio obligado a vender su residencia por una simbólica cantidad. Sólo pudo retener para sí los muebles y objetos de arte que el duque de Penthièvre desdeñó (todo el lugar sería devastado unos años después, durante la Revolución Francesa, y todavía hoy continúa en ruinas).

No era prudente enemistarse con tan egregios personajes y, además, como todo el mundo en Francia, conocía la historia de Nicolas Fouquet, el otrora todopoderoso intendente de finanzas de Luis XIV. Su palacio de Vaux-le-Vicomte alcanzó tal majestuosidad que desató los celos del soberano, quien sospechó que tanto fasto podía tener su germen en la apropiación de fondos públicos. Fouquet fue arrestado por el capitán de la guardia real (llamado, por cierto, d’Artagnan) y, tras un tormentoso proceso judicial, “desapareció para siempre”, sin dejar huella, en las cárceles reales.

Laborde encajó el revés con entereza. Y unos meses después de ser privado de tan preciada posesión, se trasladó a Méréville. Aunque ya había cumplido los sesenta años, no se desalentó y decidió levantar otra morada elísea. Para ello, contrató a François-Joseph Bélanger, arquitecto de la Corte con marcado apego por la Antigüedad, así como a escultores, ebanistas y dos renombrados pintores, Claude-Joseph Vernet y Hubert Robert, paisajistas formados en Italia, consagrados por sus cuadros de ruinas romanas.

Junto a ellos, un ejército de 700 obreros especializados trabajaría durante diez años para dar vida a un extraordinario “jardín inglés”, trufado de idílicos elementos propios de la naturaleza salvaje (pequeñas cascadas, grutas, roquedales, riachuelos, serpenteantes caminos,…), que evocaban en Laborde el Pirineo de su infancia. Un oasis, según el escritor romántico François-René de Chateaubriand, que lo recorrió maravillado. El jardín reunió numerosas especies vegetales importadas y aclimatadas al lugar (sirvió de vivero a muchos otros jardines de Francia), pues Laborde, hombre del Siglo de las Luces, estaba interesado por la botánica, el progreso científico y los descubrimientos.

Ese interés por el conocimiento fue la base en la educación de sus hijos, dos de los cuales, Édouard y Ange Auguste, se embarcaron en la expedición dirigida por el conde de La Pérouse al océano Pacífico. Los navíos que la componían levaron anclas en agosto de 1785 con objetivos científicos, económicos y políticos. Exploraron las costas de América y Asia, Australia y varios archipiélagos de Oceanía. A su paso por Alaska, en la bahía de Lituya, Édouard y Ange Auguste murieron de forma heroica al tratar de salvar a unos compañeros arrastrados por la corriente (la expedición al completo desaparecería en el mar meses más tarde; hasta 2005 no se identificaron sus restos, hallados en las islas Salomón).

En su honor, en una pequeña isla en el corazón de un lago de los jardines de Méréville, fue erigida una gran columna rostral, un monumento conmemorativo propio de Grecia y Roma. Y en sus cercanías y de acuerdo, asimismo, a patrones del arte de la Antigüedad, fueron edificados un cenotafio (tumba vacía) para preservar la memoria del navegante inglés James Cook, uno de los primeros europeos en aventurarse por las aguas del Pacífico, y el Templo de la Piedad Filial, presidido por un busto de su hija menor, Nathalie, tallado por Augustin Pajou (en los últimos años del siglo XIX, todas esas construcciones fueron trasladadas al Parc de Jeurre, en el municipio de Morigny-Champigny, próximo a París; mientras el busto de Nathalie fue a parar al Louvre).


Alejado ya del ojo del huracán, Méréville se convirtió en refugio ideal para el sereno atardecer de Juan José Laborde. Luis XVI le concedió el título de marqués de Méréville, que desestimó utilizar de forma oficial y que se sumó al que Luis XV le había otorgado de marqués de Laborde. Su vida giró alrededor de sus jardines, el apoyo a sus hijos y sus dádivas. Todos los años donaba 24.000 libras para los pobres y en 1788 sufragó la construcción de cuatro grandes hospitales en París.

Su voluntario retiro propició que durante las primeras sacudidas de la Revolución Francesa los insurrectos no le prestaran atención. Pero el 7 de noviembre de 1793 fue arrestado y recluido en el parisiense palacio de Luxemburgo, acusado de haber ayudado al duque de Orleáns a trasladar su colección de arte a Inglaterra, es decir, a evadir capitales al extranjero. Un tribunal revolucionario presidido por Louis Antoine Léon de Saint-Just, apodado el “arcángel del terror”, lo condenó a muerte el 18 de abril de 1794 (el 29 germinal del año II) y ese mismo día, en la plaza de la Concordia, la cabeza del jacetano, separada de su cuerpo por la inclemente guillotina, acabó en un cesto. Tenía setenta años.

Sobrevivieron a su padre tres hijos, ya que, además, de los ahogados en Alaska, en 1792 había fallecido Pauline, casada con Jean-François de Pérusse, primer duque d'Escars o des Cars.

El primogénito, François, heredó sus títulos y su afición por las finanzas. Ingresó en la Marina y combatió en la Guerra de Independencia Americana. Miembro de los Estados Generales, participó en el famoso Juramento del Juego de Pelota, génesis de la primera Constitución de la República Francesa. Más tarde, se exilió en Londres (en realidad, había sido él quien orquestó el traslado de capitales y obras de arte del duque de Orleáns a Inglaterra), donde falleció soltero en 1802. La benjamina, Nathalie, estuvo casada con Charles de Noailles, duque de Mouchy, y fue una de las numerosas amantes de Chateaubriand.

El más ilustre y longevo de sus hijos fue Alexandre de Laborde, viajero, escritor, historiador y político. De joven tuvo relaciones amorosas con un personaje clave en la Revolución Francesa, Teresa Cabarrús (precipitó la caída de Robespierre y fue amiga inseparable de Josefina Beauharnais, la esposa de Napoleón), hija también de una franco-aragonesa y de Francisco Cabarrús, ministro de finanzas de Carlos III y creador del Banco de España. Pero la relación no llegó a buen puerto por la oposición de sus respectivos progenitores.

Alexandre de Laborde visitó con mucha asiduidad España, el país de procedencia de su padre, en misiones diplomáticas o a la cabeza de un equipo de artistas y eruditos que plasmó sus impresiones en varios libros, muy cotizados (si bien hay quien opina que, en realidad, su objetivo era el del espionaje, para preparar la inminente invasión de las tropas napoleónicas). De su paso por Aragón, dejó constancia en varios grabados. Los dedicados a Zaragoza tienen un valor especial, pues aportan detalles sobre algunas construcciones, como el monasterio de Santa Engracia, que poco después de ser llevadas al papel fueron arruinadas durante los Sitios.


Para saber más:
- DURAND, Yves: "Mémoires de Jean-Joseph de Laborde, banquier de la cour et fermier général", en Bulletin de la Société d'Histoire de France, 1968-69.
- ORMESSON, François d' y THOMAS, Jean-Pierre: Jean-Joseph de Laborde: banquier de Louis XV, mécène des Lumières, París, Perrin, 2002.
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