viernes, 19 de abril de 2019

Mariano Goybet, el militar zaragozano que capitaneó a los soldados negros estadounidenses en la Primera Guerra Mundial

A comienzos de la década de 1840, el por entonces alcalde de Zaragoza, Miguel Alejos Burriel, advirtió con sana envidia cómo Cataluña prosperaba con brío, al ser la más temprana región española en subirse al tren de la industrialización, y pretendió que la capital aragonesa se sumase a similar impulso modernizador. Con ese fin, alentó la creación de un complejo industrial mecanizado que aprovechara la fuerza con la que el agua del Canal Imperial bajaba por las faldas de los montes de Torrero a través de varias acequias. Una fuerza que, acrecentada por saltos y desniveles, podía poner en movimiento maquinaria pesada sin menoscabar por ello el tradicional desempeño agrícola de la zona.

Este visionario político progresista imaginó la primera industrialización de Zaragoza en el área de Cuéllar y San José con abundantes fábricas alimentadas por energía hidráulica y hasta previó las barriadas obreras que las acompañarían. Su idea era que, al principio, primaran allí las factorías de hilados y tejidos, como en Cataluña, que convirtieran las materias primas locales (lana, cáñamo y lino) en productos elaborados, multiplicando así su precio y la prosperidad ciudadana.

Sin embargo, el inicial desarrollo industrial, liderado por una burguesía en alza, ni fue tan vasto como planteó Burriel, ni tan rápido. Y tampoco se basó en la producción textil, con poca tradición en la ciudad a excepción hecha de la seda y el esparto. Fueron las harineras (de Felipe Almech, Manuel Pardo, Bernabé Andrés, Rufino Vidal, Pedro Urroz, etc.) las que, poco a poco, fueron ocupando el lugar para aprovechar la fuerza motriz de las aguas, junto con algún taller complementario, como los que se beneficiaban de la proximidad de las pródigas canteras de yeso que dieron nombre a la hoy concurrida plaza de las Canteras, en el barrio de Torrero.

Esas pioneras instalaciones necesitaban máquinas especializadas y componentes para su ajuste o renovación, en caso de ser necesario. Y la lejanía de las forjas catalanas y vascas, junto con el lastimoso estado de los caminos de herradura, únicas vías de comunicación de la época, las encarecían sobremanera. Para atender dicha demanda, en enero de 1853 se constituyó la primera siderurgia de la región, la Sociedad Maquinista Aragonesa, tras la obtención de una concesión de diez años para explotar un salto de agua en Torrero. A su nombre se edificaron una fundición, dotada de turbina hidráulica y horno, un taller de elaboración y reparación de maquinaria, almacenes, carpintería…

La nueva empresa estuvo impulsada por dos banqueros y comerciantes, Juan Francisco Villarroya y Tomás Castellano, que en 1848 habían puesto en pie una gran fábrica de harinas, enseguida convertida en una de las más florecientes de todo el país, en un inmejorable emplazamiento, en el centro de una feraz comarca rural próxima al puente sobre el río Gállego, en la carretera que unía Barcelona y Zaragoza, y sobre la acequia de Urdán, cuyo caudal movía sus ruedas de molino.

Para que su proyecto siderúrgico echara a andar, los inversores capitalistas necesitaban gerentes expertos en la materia y los fueron a buscar a Francia, tradicional lugar de procedencia de numerosos emprendedores afincados en Aragón. La sociedad anónima se constituyó con un capital de dos millones de reales repartidos en 504 acciones. La mitad era posesión de Villarroya y Castellano, y la otra mitad se la distribuyeron tres ingenieros llegados de Lyon: Pierre Jules Goybet, Augustin Montgolfier y Antoine Averly. El primero, de mayor autoridad, que se hizo con 126 acciones mientras sus compañeros suscribían 63 cada uno, había sido el director de la Escuela de Ciencias y Artes Industriales lionesa, y era familia del segundo, pues los dos estaban emparentados con los hermanos Montgolfier, los inventores del globo aerostático, que en 1783 consiguieron hacer volar, en una cesta enganchada al aparato, primero a animales y luego a personas. Parece ser que Goybet ya conocía Aragón pues de muy joven habría ayudado a su padre y a su tío a poner en marcha alguna manufactura papelera en la región.

La Sociedad Maquinista Aragonesa (razón social Julio Goybet y Cía.) dispuso de unos medios de producción de análogo nivel técnico que sus equivalentes en Francia, en ese momento a la cabeza de la ingeniería industrial. Y sin competencia alguna en la rama de las transformaciones metálicas en Aragón vivió unos inicios de esplendor. Dos de los encargos institucionales que más prestigio le dieron fueron la verja que circundó el monumento a Pignatelli y el chapitel de la torre de la Seo.

A iniciativa de la Diputación Provincial, el escultor Antonio Palao había modelado una estatua de Ramón Pignatelli, que hubo que fundir en París, para coronar un zócalo en piedra —extraída de las minas de La Puebla de Albortón por el cantero José Lasuén, padre del también escultor Dionisio Lasuén— erigido en las ajardinadas afueras de la ciudad —hoy céntrica plaza Aragón—. Solo faltaba el enrejado que rodease y protegiese el conjunto y este le fue encargado a la Maquinista Aragonesa. Al concluir los trabajos, se procedió a su instalación. Su peso ascendía a 15.400 libras, pagándose por su confección y colocación 20.000 reales. La ceremonia de inauguración, el 31 de junio de 1859, constituyó un rotundo éxito, sin precedentes, pues se trataba de la primera estatua monumental de tal calibre que ornaba Zaragoza desde tiempos de los romanos —en 1904, el justicia Juan de Lanuza arrebataría el señero emplazamiento al bueno de don Ramón y este, evaporados sus días de gloria, fue arrinconado en el parque que se le dedicó en el barrio de Cuéllar, donde permanece marginado y aburrido—.

El otro encargo de tronío que recibió la fábrica dirigida por Goybet fue el chapitel del campanil de la Seo. El original había sido destruido por un rayo, que mató al campanero, en abril de 1850. El nuevo, de hierro fundido recubierto por chapas de cobre en forma de concha que lo guarecen, de 80.000 libras de peso, fue instalado entre enero y abril de 1861. Su base octogonal mide 8 m de diámetro y su altura 25 m hasta la cruz.

Esos y otros logros profesionales permitieron a los Goybet alcanzar un plácido acomodo en la alta sociedad zaragozana, a la que se sumaron con naturalidad el ya llamado por todos «don Julio» y su esposa, Marie Bravais, sobrina de Auguste Bravais, célebre físico que puso las bases de la Cristalografía moderna. La familia Goybet poseía un linaje real, al descender de Luis VIII de Francia, y la mayor parte de sus componentes (militares, alcaldes, notarios, industriales...) pertenecían a la nobleza de Saboya. En la capital aragonesa, el matrimonio acudía con asiduidad a fiestas y espectáculos públicos, y Julio Goybet llegó a ser nombrado caballero por Isabel II.

La dicha familiar se incrementó el 17 de agosto de 1861, cuando vino al mundo un nuevo miembro. Como «zaragozanos» de pro, sus padres bautizaron al recién nacido con gran pompa y solemnidad en la basílica del Pilar donde recibió los nombres de Mariano Francisco Julio, si bien sería conocido solo por el primero de ellos —Mariano era, con diferencia, el nombre de varón más común en el Aragón de la época, como Pilar lo era el de mujer, ambos en honor a la Virgen del Pilar, la Virgen María—.

Ese mismo año, 1861, la Sociedad Maquinista Aragonesa se reestructuró y entraron en ella nuevos inversores. «Don Julio» siguió como principal directivo pero el porcentaje de su participación disminuyó. Además, se produjo un acontecimiento que trastocó por completo el escenario en el que actuaba la empresa. El 16 de septiembre se estrenaba, con la presencia del rey consorte Francisco de Asís, el trayecto ferroviario Barcelona-Zaragoza, que culminaba en la estación del Norte o del Arrabal. Y solo unos días después, también desde la estación del Norte, partía el primer convoy de la línea Zaragoza-Pamplona. La irrupción del ferrocarril revolucionó el panorama industrial zaragozano, que todavía se agitaría más cuando el 25 de mayo de 1863 se abriera al público la estación de Campo del Sepulcro, luego del Portillo, a la que comenzaron a llegar los trenes procedentes de Madrid.

En 1863 terminaba también la concesión del salto de agua que daba vida a la Sociedad Maquinista Aragonesa y esta decidió trasladarse a un terreno adquirido a la baronesa de la Menglana, frente al Camino de Miraflores, próximo al paseo de las Damas. A su vez, Antonio Averly, hasta ese momento su director técnico, montó sus propios talleres en la calle San Miguel, que funcionarán como sucursal de la gran fábrica que su familia tenía en Lyon —de ahí se mudaría en 1880 al Campo del Sepulcro, al lado de la estación de Madrid, donde aún siguen en pie diferentes instalaciones, el único legado superviviente de esta época de arranque industrial, que nuestros benéficos munícipes consienten arrasar para que se levanten preciosos bloques de pisos—. Y, al calor de la recién estrenada red ferroviaria, que aumentaba de forma extraordinaria el radio de acción comercial y abarataba la producción, pronto surgirían nuevas siderurgias (de los hermanos Rodón, José Villalta, Juan Iranzo, Miguel Irisarri, los también franceses Jean Mercier y Gustave Carde…).

Es en esos tumultuosos años de primera infancia de Mariano Goybet cuando, apurados por la quebradiza salud de Marie Bravais y la inestabilidad del momento, la familia decide regresar a Lyon, un golpe mortal para la Sociedad Maquinista Aragonesa, que terminaría por disolverse en 1867. Allí, en la confluencia del Ródano y el Saona, el pequeño Mariano continuó su formación. Y al concluir sus estudios de secundaria ingresó en la escuela militar de Saint Cyr. Sumergirse en la vida castrense era ya una tradición familiar. Su tío, Charles Goybet, participó en varias revueltas en Italia, así como en la guerra de Crimea, y llegó al generalato en el arma de Caballería. Y sus hermanos Victor, mayor, y Henri, menor, se convertirían asimismo en insignes oficiales del ejército francés —el segundo en la Marina—.

El zaragozano salió de St. Cyr en 1884, ya como militar, y fue enviado al 2º Regimiento de Tiradores Argelinos, al mando del general Theodore Lespieau, con cuya hija Marguerite se casó. Al ser nombrado teniente, se unió en Grenoble al 140º Regimiento de Infantería. Y más tarde continuó su formación en la École de Guerre, graduándose con honores en 1892.

Su modélica trayectoria profesional le hizo pasar por diferentes destinos y grados hasta que en diciembre de 1907, siendo teniente coronel, se hizo cargo del 30º Batallón de Cazadores Alpinos. Buen esquiador y amante de la montaña, aprovechó la ocasión para acometer, al frente de sus hombres o en solitario, marchas y ascensiones por las más agrestes cumbres de los Alpes, incluido el mítico Mont Blanc.

Obtuvo el grado coronel y se mantuvo en un puesto en el que se encontraba cómodo. Pero el 28 de julio de 1914 el nacionalista serbio Gavrilo Princip asesinó en Sarajevo al heredero del trono austrohúngaro, el archiduque Francisco Fernando, y el averno se hizo realidad en Europa. En pocas semanas, el Reino Unido, Francia, Rusia e Italia se enfrentaban en los campos de batalla a Alemania, el Imperio Austrohúngaro y el Imperio Otomano. El continente se consumía en llamas y los cadáveres de millones de soldados sembraban comarcas enteras tras infernales e interminables matanzas, una hecatombe de pesadilla en la que se ensayaban los últimos adelantos técnicos. La revolución industrial había llegado también a la guerra.

En los compases iniciales de la I Guerra Mundial, el batallón de Mariano Goybet fue enviado a la cordillera de los Vosgos, en la región de Alsacia. Consiguió derrotar en sucesivos choques a los alemanes en Munster (14 de agosto), Gunsbach (19 de agosto) y Logelbach (22 de agosto). Y solo dos días después de la última escaramuza, el 24 de agosto, apresó un convoy de una división bávara en el Col de Mandray.



Respaldado por esas victorias, Goybet pasó a dirigir el 152º Regimiento de Infantería, con el que repitió triunfos en la zona (Ormont y Spitzenberg). Y a continuación recibió el mando de la 81ª Brigada, que tomó la ciudad de Steinbach (3 de enero de 1915). Durante 1915 fue herido en dos ocasiones y tuvo que ser hospitalizado. Y en el breve intervalo de unos meses perdió a dos de sus hijos, Frédéric y Adrien, muertos en combate. Una vez recuperado de sus heridas, se integró en el 98º Regimiento de Infantería, desplegado en Verdún, que más tarde sería trasladado hacia el norte, a la batalla del Somme. Tanto en Verdún como en las proximidades del río Somme, la carnicería alcanzó cotas nunca vistas. Miles y miles de hombres cayeron para no volverse a levantar abatidos por la artillería, las ametralladoras y los gases tóxicos sin que apenas se alterase el dibujo de las líneas del frente.

El ejército francés, agotado y desangrado, se vio obligado a reorganizarse y a principios de 1917 al militar zaragozano le fue asignado el mando de la 25ª División de Infantería. Los alemanes, también exhaustos, comenzaron a mostrar algunos síntomas de flaqueza, más todavía tras la progresiva incorporación a la guerra de las tropas estadounidenses, que se sumaron a las hostilidades desde mediados de 1917. Los hombres de Goybet aprovecharon una retirada estratégica de sus enemigos en el verano de ese año para hostigar su marcha y perseguirlos hasta la ciudad de San Quintín, de la que los desalojaron —el 80 % de sus edificios fue destruido por la
artillería—, antes de apoderarse, en agosto, tras inclementes acometidas, del bosque de Avocourt. En diciembre, Mariano Goybet vio ya como en su bocamanga lucían las estrellas de general.


La entrada de EE.UU. en el conflicto terminó por desequilibrar la balanza. Un reguero de nuevos combatientes y copiosos recursos armamentísticos y logísticos dieron a los Aliados el empujón definitivo para desmantelar el muro alemán, agrietado tras casi cuatro años de atroz sangría. Un sinfín de voluntarios se alistó al otro lado del Atlántico para ir a luchar a Europa. Entre ellos, más de dos millones de estadounidenses negros, deseosos de acreditar su patriotismo y evidenciar que su capacidad para el combate no tenía nada que envidiar a la de sus compatriotas blancos, como algunas unidades ya habían demostrado durante la Guerra de Secesión y la Hispano-estadounidense.

Pese al impulso de esos dos millones de voluntarios, algo menos de 400.000 acabaron sirviendo en el ejército durante la I Guerra Mundial. De ellos, una cuarta parte, unos 100.000, fueron enviados a Francia. A la gran mayoría se le asignó tareas de intendencia o labores secundarias: descargar los suministros de los barcos, transportar municiones, reparar líneas férreas y vehículos, cavar zanjas, limpiar establos, enterrar a los caídos… Solo dos divisiones, la 92ª y la 93ª, compuestas cada una por cuatro regimientos, un total de unos 20.000 hombres, todos de color, fueron consideradas combatientes.

Tanto el ejército como la sociedad del Estados Unidos de la época se oponían a que blancos y negros luchasen juntos. La segregación y el racismo eran las normas imperantes —y lo seguirían siendo hasta finales de la década de 1960— y la convivencia de unos y otros en un mismo plano se consideraba «antinatural». En todos los cuarteles, como en la mayoría de los establecimientos civiles, los letreros que informaban de espacios «solo para blancos» regulaban la vida diaria.

Aunque hubo algunas protestas, el Alto Mando estadounidense mantuvo su negativa a que los soldados negros peleasen codo con codo con los blancos. El hecho llegó a conocimiento de los responsables del ejército francés que, devastado, había visto gravemente reducidos sus efectivos y se encontraba al borde de la extenuación. El mariscal Pétain solicitó al general Pershing, jefe de las fuerzas expedicionarias americanas, la colaboración de los soldados negros en las maltrechas unidades francesas, pero su petición, en un principio, no fue atendida. Preocupaba la integración de los combatientes de color en compañías no segregadas, pues resultaba un «alarmante precedente». Ningún blanco estaba dispuesto a compartir su tienda o a saludar a un superior de color y menos aún a obedecer sus órdenes. E incluso se llegó a advertir a los franceses de la indisciplina, cobardía y mala conducta de los soldados negros. Podían darse casos de robos, violaciones o, lo que es peor, de que confraternizasen con las mujeres locales —en muchos lugares de EE.UU. un hombre negro corría serios riesgos de ser salvajemente linchado, sin que las autoridades hicieran nada por evitarlo, solo por ir de la mano de una mujer blanca—.

Ante la desesperada insistencia de Pétain, Pershing accedió finalmente a que los hombres de las divisiones 92ª y 93ª se pusiesen a las órdenes del cuartel general francés, repartidos en distintos destacamentos. Satisfacía así a sus aliados y a la mayoría de sus propios oficiales y soldados, que se negaban a luchar en su compañía. Por su parte, como potencia colonial, acostumbrada a tener entre sus filas a soldados negros de origen africano, Francia no mostró ninguna reticencia a integrarlos.



En mayo de 1918, a Mariano Goybet se le encomendó la misión de reconstruir la 157ª División de Infantería, que poco antes había sido diezmada por los alemanes. Para su resurrección se le adjudicaron tres regimientos, el 333º francés junto con el 371º y el 372º, de la 93ª División, de estadounidenses de color, en los que se aunaban reclutas de diferente procedencia y miembros de la Guardia Nacional. Todos ellos fueron sometidos a un intenso entrenamiento de cuatro semanas. Los americanos recibieron el casco y el armamento de los franceses, si bien mantuvieron su uniforme caqui. El idioma fue una de las principales barreras que hubo que salvar. Los oficiales eran en su mayoría blancos. Los suboficiales, negros.


A las órdenes del zaragozano, la 157ª División adoptó como emblema una mano roja, que no tardaría en hacerse legendaria en el frente occidental. Con el IV Ejército, participó en la ofensiva general aliada en Champagne y después de enconados combates y espectaculares golpes de mano consiguió romper la línea fortificada del enemigo en Monthois, a pesar de la numantina resistencia alemana y de sus tenaces contraataques, que desembocaban en despiadados enfrentamientos cuerpo a cuerpo. Antes de ser desplegada en la zona de los Vosgos, a las afueras de Sainte Marie les Mines, capturó cuantiosos prisioneros y se incautó de gran cantidad de piezas de artillería.

Los soldados negros de la Mano Roja probaron su valía y protagonizaron incontables actos de heroísmo. Casi un tercio de los mismos murió o resultó herido. Sus dos regimientos fueron condecorados con la Cruz de Guerra, la más alta distinción militar francesa, y docenas de sus integrantes con la Legión de Honor. Un comportamiento similar tuvieron otros regimientos de combatientes de color (como el 369º, The Harlem Hellfighters, la primera unidad aliada en cruzar el Rin, o el 370º, The black devils).

El 11 de noviembre de 1918, a las 11:00 h, entró en vigor el armisticio entre los Aliados y las Potencias Centrales. Y el 20 de diciembre se ordenó la disolución de la División de la Mano Roja. Mariano Goybet despidió con un emotivo discurso a sus supervivientes, que desfilaron a los sones de la Marsellesa aclamados por la multitud. Sin embargo, al regresar a su país sus gestas se sepultaron en el olvido y sus méritos no fueron reconocidos. Ciento veintisiete Medallas de Honor del Congreso estadounidense fueron concedidas al acabar la I Guerra Mundial. Ninguna para un combatiente de color —Freddie Stowers, por ejemplo, del 371º, muerto en combate durante el asalto a un nido de ametralladoras, fue propuesto por sus oficiales para recibirla, pero sus familiares no la conseguirían hasta ¡73 años más tarde!, en 1991, de la mano de George Bush—. Muy al contrario, en 1919 creció la tensión racial, estallaron disturbios en diferentes ciudades y aumentó el número de linchamientos, sufridos en un alto porcentaje por veteranos del conflicto, malacostumbrados a desenvolverse en un mundo en guerra pero sin segregación.

Goybet fue laureado por el general Pershing con la Medalla por Servicio Distinguido, y en marzo de 1919 con la Orden del Ejército por el mariscal Pétain. Hasta marzo de 1920 ejerció de comandante general adjunto de Estrasburgo y en esa fecha fue reclamado por el general Henri Gouraud, alto comisionado de la República Francesa en Siria, para dirigir la 3ª División de Levante.

Durante la I Guerra Mundial, los británicos habían ocupado varias provincias del Imperio Otomano en Egipto, para controlar el paso por canal de Suez, y en Mesopotamia, para hacerse con los pozos petrolíferos de la zona, al tiempo que espoleaban a los árabes —entre otros, el mítico Lawrence de Arabia— para que se rebelaran contra los turcos, prometiéndoles la independencia a cambio de su respaldo militar. Su intención última, no obstante, era pasar a dominar un territorio de enorme valor estratégico y económico. Y con ese objetivo se reunieron en 1916 un enviado británico, Mark Sykes, con uno francés, François Georges Picot. Entre los dos, con escuadra y cartabón, trazaron sobre un mapa dos grandes áreas de influencia, que se repartieron sin tener en cuenta la composición étnica y religiosa de la población local o sus deseos —algo que todavía está pagando toda la humanidad y que no tiene visos de solución—.

Una vez declarada la paz, varias reuniones ajustaron los límites establecidos en el acuerdo Sykes-Picot y surgieron en el área nuevos Estados (Siria, Líbano, Irak, Palestina, Transjordania y Arabia Saudí), pero bajo control francés o británico. El Imperio Otomano fue dividido de forma oficial por el Tratado de Sévres, que reservó a los franceses Siria y el Líbano en nombre de la Sociedad de Naciones. Pero Faisal, uno de los hijos de Hussein, monarca hachemita de Arabia Saudí, puestos en el trono de las bisoñas naciones, renegó del acuerdo y se alzó en armas.



Para sofocar la sublevación fue llamado Mariano Goybet. Sus tropas, entre las que había soldados marroquíes, argelinos y senegaleses, batieron a los sublevados en la batalla de Maysaloun y el 25 de julio de 1920 entraron en Damasco —donde un antepasado suyo había sido esclavizado en el siglo XII, durante la segunda Cruzada—. Muy poco pudieron hacer, a pesar de su empeño, las espingardas, los caballos y los camellos de los árabes frente a las ametralladoras, los tanques y los aviones franceses.

El mandato francés en Siria y el Líbano se alargó hasta la II Guerra Mundial. En 1946 se retiraron sus últimas tropas de la zona, que había abandonado mucho antes Mariano Goybet una vez cumplida su misión. Este, tras su regreso a Francia, recibió nuevos honores y en 1923 fue nombrado general de división, antes de pasar a la reserva. A lo largo de su trayectoria profesional fue muy apreciado por sus superiores, que alabaron en numerosas ocasiones su capacidad táctica. Hombre cultivado, tuvo relación epistolar con uno de sus narradores favoritos, Rudyard Kipling. Practicó el dibujo y acopió una gran biblioteca, con cuantiosos títulos de poesía.


Este singular militar zaragozano falleció el 29 de septiembre de 1943 en Yenne, en la región de Saboya, cuando las tropas nazis ocupaban Francia y dominaban la mayor parte de Europa. Contra ellas combatieron su tercer hijo, el contraalmirante Pierre Goybet, quien controlaba el puerto de Casablanca cuando los estadounidenses aterrizaron en la ciudad, y su nieto Adrien, que se enfrentó a los japoneses en Camboya y, posteriormente, intervino en las campañas de Indochina y Argelia.

Para saber más:
- BARBEAU, Arthur y HENRI, Florette: The unknown soldiers: Black American troops in World War I, Filadelfia, Temple University Press, 1974.
- BIEL, Pilar: Zaragoza y la industrialización: la arquitectura industrial en la capital aragonesa, Zaragoza, IFC, 2004.
- BROOKS, Max y WHITE, Caanan: Los guerreros del infierno de Harlem (cómic), Madrid, Umbriel, 2017.
- GRACIA, Mariano: Memorias de un zaragozano, Zaragoza, IFC, 2013.
- HEYWOOD, Chester D.: Negro combat troops in the World War: the story of the 371st infantry, Worcester, Commonwealth Press, 1928.
- La integración de soldados negros estadounidenses de la 93 división de infantería en el ejército francés en 1918, https://journals.openedition.org/rha/7328
- Luchando por respeto, soldados afroamericanos, https://www.military.com/history/fighting-for-respect-african-american-soldiers-wwi.html
- MANSON, Monroe y FURR, Arthur Franklin: The american negro soldier with the Red Hand of France, Boston, The Cornhill Company, 1920.
- SCOTT, Emmett J.: The american negro in the World War, Chicago, Homewood Press, 1919.
Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...