viernes, 19 de abril de 2019

Mariano Goybet, el militar zaragozano que capitaneó a los soldados negros estadounidenses en la Primera Guerra Mundial

A comienzos de la década de 1840, el por entonces alcalde de Zaragoza, Miguel Alejos Burriel, advirtió con sana envidia cómo Cataluña prosperaba con brío, al ser la más temprana región española en subirse al tren de la industrialización, y pretendió que la capital aragonesa se sumase a similar impulso modernizador. Con ese fin, alentó la creación de un complejo industrial mecanizado que aprovechara la fuerza con la que el agua del Canal Imperial bajaba por las faldas de los montes de Torrero a través de varias acequias. Una fuerza que, acrecentada por saltos y desniveles, podía poner en movimiento maquinaria pesada sin menoscabar por ello el tradicional desempeño agrícola de la zona.

Este visionario político progresista imaginó la primera industrialización de Zaragoza en el área de Cuéllar y San José con abundantes fábricas alimentadas por energía hidráulica y hasta previó las barriadas obreras que las acompañarían. Su idea era que, al principio, primaran allí las factorías de hilados y tejidos, como en Cataluña, que convirtieran las materias primas locales (lana, cáñamo y lino) en productos elaborados, multiplicando así su precio y la prosperidad ciudadana.

Sin embargo, el inicial desarrollo industrial, liderado por una burguesía en alza, ni fue tan vasto como planteó Burriel, ni tan rápido. Y tampoco se basó en la producción textil, con poca tradición en la ciudad a excepción hecha de la seda y el esparto. Fueron las harineras (de Felipe Almech, Manuel Pardo, Bernabé Andrés, Rufino Vidal, Pedro Urroz, etc.) las que, poco a poco, fueron ocupando el lugar para aprovechar la fuerza motriz de las aguas, junto con algún taller complementario, como los que se beneficiaban de la proximidad de las pródigas canteras de yeso que dieron nombre a la hoy concurrida plaza de las Canteras, en el barrio de Torrero.

Esas pioneras instalaciones necesitaban máquinas especializadas y componentes para su ajuste o renovación, en caso de ser necesario. Y la lejanía de las forjas catalanas y vascas, junto con el lastimoso estado de los caminos de herradura, únicas vías de comunicación de la época, las encarecían sobremanera. Para atender dicha demanda, en enero de 1853 se constituyó la primera siderurgia de la región, la Sociedad Maquinista Aragonesa, tras la obtención de una concesión de diez años para explotar un salto de agua en Torrero. A su nombre se edificaron una fundición, dotada de turbina hidráulica y horno, un taller de elaboración y reparación de maquinaria, almacenes, carpintería…

La nueva empresa estuvo impulsada por dos banqueros y comerciantes, Juan Francisco Villarroya y Tomás Castellano, que en 1848 habían puesto en pie una gran fábrica de harinas, enseguida convertida en una de las más florecientes de todo el país, en un inmejorable emplazamiento, en el centro de una feraz comarca rural próxima al puente sobre el río Gállego, en la carretera que unía Barcelona y Zaragoza, y sobre la acequia de Urdán, cuyo caudal movía sus ruedas de molino.

Para que su proyecto siderúrgico echara a andar, los inversores capitalistas necesitaban gerentes expertos en la materia y los fueron a buscar a Francia, tradicional lugar de procedencia de numerosos emprendedores afincados en Aragón. La sociedad anónima se constituyó con un capital de dos millones de reales repartidos en 504 acciones. La mitad era posesión de Villarroya y Castellano, y la otra mitad se la distribuyeron tres ingenieros llegados de Lyon: Pierre Jules Goybet, Augustin Montgolfier y Antoine Averly. El primero, de mayor autoridad, que se hizo con 126 acciones mientras sus compañeros suscribían 63 cada uno, había sido el director de la Escuela de Ciencias y Artes Industriales lionesa, y era familia del segundo, pues los dos estaban emparentados con los hermanos Montgolfier, los inventores del globo aerostático, que en 1783 consiguieron hacer volar, en una cesta enganchada al aparato, primero a animales y luego a personas. Parece ser que Goybet ya conocía Aragón pues de muy joven habría ayudado a su padre y a su tío a poner en marcha alguna manufactura papelera en la región.

La Sociedad Maquinista Aragonesa (razón social Julio Goybet y Cía.) dispuso de unos medios de producción de análogo nivel técnico que sus equivalentes en Francia, en ese momento a la cabeza de la ingeniería industrial. Y sin competencia alguna en la rama de las transformaciones metálicas en Aragón vivió unos inicios de esplendor. Dos de los encargos institucionales que más prestigio le dieron fueron la verja que circundó el monumento a Pignatelli y el chapitel de la torre de la Seo.

A iniciativa de la Diputación Provincial, el escultor Antonio Palao había modelado una estatua de Ramón Pignatelli, que hubo que fundir en París, para coronar un zócalo en piedra —extraída de las minas de La Puebla de Albortón por el cantero José Lasuén, padre del también escultor Dionisio Lasuén— erigido en las ajardinadas afueras de la ciudad —hoy céntrica plaza Aragón—. Solo faltaba el enrejado que rodease y protegiese el conjunto y este le fue encargado a la Maquinista Aragonesa. Al concluir los trabajos, se procedió a su instalación. Su peso ascendía a 15.400 libras, pagándose por su confección y colocación 20.000 reales. La ceremonia de inauguración, el 31 de junio de 1859, constituyó un rotundo éxito, sin precedentes, pues se trataba de la primera estatua monumental de tal calibre que ornaba Zaragoza desde tiempos de los romanos —en 1904, el justicia Juan de Lanuza arrebataría el señero emplazamiento al bueno de don Ramón y este, evaporados sus días de gloria, fue arrinconado en el parque que se le dedicó en el barrio de Cuéllar, donde permanece marginado y aburrido—.

El otro encargo de tronío que recibió la fábrica dirigida por Goybet fue el chapitel del campanil de la Seo. El original había sido destruido por un rayo, que mató al campanero, en abril de 1850. El nuevo, de hierro fundido recubierto por chapas de cobre en forma de concha que lo guarecen, de 80.000 libras de peso, fue instalado entre enero y abril de 1861. Su base octogonal mide 8 m de diámetro y su altura 25 m hasta la cruz.

Esos y otros logros profesionales permitieron a los Goybet alcanzar un plácido acomodo en la alta sociedad zaragozana, a la que se sumaron con naturalidad el ya llamado por todos «don Julio» y su esposa, Marie Bravais, sobrina de Auguste Bravais, célebre físico que puso las bases de la Cristalografía moderna. La familia Goybet poseía un linaje real, al descender de Luis VIII de Francia, y la mayor parte de sus componentes (militares, alcaldes, notarios, industriales...) pertenecían a la nobleza de Saboya. En la capital aragonesa, el matrimonio acudía con asiduidad a fiestas y espectáculos públicos, y Julio Goybet llegó a ser nombrado caballero por Isabel II.

La dicha familiar se incrementó el 17 de agosto de 1861, cuando vino al mundo un nuevo miembro. Como «zaragozanos» de pro, sus padres bautizaron al recién nacido con gran pompa y solemnidad en la basílica del Pilar donde recibió los nombres de Mariano Francisco Julio, si bien sería conocido solo por el primero de ellos —Mariano era, con diferencia, el nombre de varón más común en el Aragón de la época, como Pilar lo era el de mujer, ambos en honor a la Virgen del Pilar, la Virgen María—.

Ese mismo año, 1861, la Sociedad Maquinista Aragonesa se reestructuró y entraron en ella nuevos inversores. «Don Julio» siguió como principal directivo pero el porcentaje de su participación disminuyó. Además, se produjo un acontecimiento que trastocó por completo el escenario en el que actuaba la empresa. El 16 de septiembre se estrenaba, con la presencia del rey consorte Francisco de Asís, el trayecto ferroviario Barcelona-Zaragoza, que culminaba en la estación del Norte o del Arrabal. Y solo unos días después, también desde la estación del Norte, partía el primer convoy de la línea Zaragoza-Pamplona. La irrupción del ferrocarril revolucionó el panorama industrial zaragozano, que todavía se agitaría más cuando el 25 de mayo de 1863 se abriera al público la estación de Campo del Sepulcro, luego del Portillo, a la que comenzaron a llegar los trenes procedentes de Madrid.

En 1863 terminaba también la concesión del salto de agua que daba vida a la Sociedad Maquinista Aragonesa y esta decidió trasladarse a un terreno adquirido a la baronesa de la Menglana, frente al Camino de Miraflores, próximo al paseo de las Damas. A su vez, Antonio Averly, hasta ese momento su director técnico, montó sus propios talleres en la calle San Miguel, que funcionarán como sucursal de la gran fábrica que su familia tenía en Lyon —de ahí se mudaría en 1880 al Campo del Sepulcro, al lado de la estación de Madrid, donde aún siguen en pie diferentes instalaciones, el único legado superviviente de esta época de arranque industrial, que nuestros benéficos munícipes consienten arrasar para que se levanten preciosos bloques de pisos—. Y, al calor de la recién estrenada red ferroviaria, que aumentaba de forma extraordinaria el radio de acción comercial y abarataba la producción, pronto surgirían nuevas siderurgias (de los hermanos Rodón, José Villalta, Juan Iranzo, Miguel Irisarri, los también franceses Jean Mercier y Gustave Carde…).

Es en esos tumultuosos años de primera infancia de Mariano Goybet cuando, apurados por la quebradiza salud de Marie Bravais y la inestabilidad del momento, la familia decide regresar a Lyon, un golpe mortal para la Sociedad Maquinista Aragonesa, que terminaría por disolverse en 1867. Allí, en la confluencia del Ródano y el Saona, el pequeño Mariano continuó su formación. Y al concluir sus estudios de secundaria ingresó en la escuela militar de Saint Cyr. Sumergirse en la vida castrense era ya una tradición familiar. Su tío, Charles Goybet, participó en varias revueltas en Italia, así como en la guerra de Crimea, y llegó al generalato en el arma de Caballería. Y sus hermanos Victor, mayor, y Henri, menor, se convertirían asimismo en insignes oficiales del ejército francés —el segundo en la Marina—.

El zaragozano salió de St. Cyr en 1884, ya como militar, y fue enviado al 2º Regimiento de Tiradores Argelinos, al mando del general Theodore Lespieau, con cuya hija Marguerite se casó. Al ser nombrado teniente, se unió en Grenoble al 140º Regimiento de Infantería. Y más tarde continuó su formación en la École de Guerre, graduándose con honores en 1892.

Su modélica trayectoria profesional le hizo pasar por diferentes destinos y grados hasta que en diciembre de 1907, siendo teniente coronel, se hizo cargo del 30º Batallón de Cazadores Alpinos. Buen esquiador y amante de la montaña, aprovechó la ocasión para acometer, al frente de sus hombres o en solitario, marchas y ascensiones por las más agrestes cumbres de los Alpes, incluido el mítico Mont Blanc.

Obtuvo el grado coronel y se mantuvo en un puesto en el que se encontraba cómodo. Pero el 28 de julio de 1914 el nacionalista serbio Gavrilo Princip asesinó en Sarajevo al heredero del trono austrohúngaro, el archiduque Francisco Fernando, y el averno se hizo realidad en Europa. En pocas semanas, el Reino Unido, Francia, Rusia e Italia se enfrentaban en los campos de batalla a Alemania, el Imperio Austrohúngaro y el Imperio Otomano. El continente se consumía en llamas y los cadáveres de millones de soldados sembraban comarcas enteras tras infernales e interminables matanzas, una hecatombe de pesadilla en la que se ensayaban los últimos adelantos técnicos. La revolución industrial había llegado también a la guerra.

En los compases iniciales de la I Guerra Mundial, el batallón de Mariano Goybet fue enviado a la cordillera de los Vosgos, en la región de Alsacia. Consiguió derrotar en sucesivos choques a los alemanes en Munster (14 de agosto), Gunsbach (19 de agosto) y Logelbach (22 de agosto). Y solo dos días después de la última escaramuza, el 24 de agosto, apresó un convoy de una división bávara en el Col de Mandray.



Respaldado por esas victorias, Goybet pasó a dirigir el 152º Regimiento de Infantería, con el que repitió triunfos en la zona (Ormont y Spitzenberg). Y a continuación recibió el mando de la 81ª Brigada, que tomó la ciudad de Steinbach (3 de enero de 1915). Durante 1915 fue herido en dos ocasiones y tuvo que ser hospitalizado. Y en el breve intervalo de unos meses perdió a dos de sus hijos, Frédéric y Adrien, muertos en combate. Una vez recuperado de sus heridas, se integró en el 98º Regimiento de Infantería, desplegado en Verdún, que más tarde sería trasladado hacia el norte, a la batalla del Somme. Tanto en Verdún como en las proximidades del río Somme, la carnicería alcanzó cotas nunca vistas. Miles y miles de hombres cayeron para no volverse a levantar abatidos por la artillería, las ametralladoras y los gases tóxicos sin que apenas se alterase el dibujo de las líneas del frente.

El ejército francés, agotado y desangrado, se vio obligado a reorganizarse y a principios de 1917 al militar zaragozano le fue asignado el mando de la 25ª División de Infantería. Los alemanes, también exhaustos, comenzaron a mostrar algunos síntomas de flaqueza, más todavía tras la progresiva incorporación a la guerra de las tropas estadounidenses, que se sumaron a las hostilidades desde mediados de 1917. Los hombres de Goybet aprovecharon una retirada estratégica de sus enemigos en el verano de ese año para hostigar su marcha y perseguirlos hasta la ciudad de San Quintín, de la que los desalojaron —el 80 % de sus edificios fue destruido por la
artillería—, antes de apoderarse, en agosto, tras inclementes acometidas, del bosque de Avocourt. En diciembre, Mariano Goybet vio ya como en su bocamanga lucían las estrellas de general.


La entrada de EE.UU. en el conflicto terminó por desequilibrar la balanza. Un reguero de nuevos combatientes y copiosos recursos armamentísticos y logísticos dieron a los Aliados el empujón definitivo para desmantelar el muro alemán, agrietado tras casi cuatro años de atroz sangría. Un sinfín de voluntarios se alistó al otro lado del Atlántico para ir a luchar a Europa. Entre ellos, más de dos millones de estadounidenses negros, deseosos de acreditar su patriotismo y evidenciar que su capacidad para el combate no tenía nada que envidiar a la de sus compatriotas blancos, como algunas unidades ya habían demostrado durante la Guerra de Secesión y la Hispano-estadounidense.

Pese al impulso de esos dos millones de voluntarios, algo menos de 400.000 acabaron sirviendo en el ejército durante la I Guerra Mundial. De ellos, una cuarta parte, unos 100.000, fueron enviados a Francia. A la gran mayoría se le asignó tareas de intendencia o labores secundarias: descargar los suministros de los barcos, transportar municiones, reparar líneas férreas y vehículos, cavar zanjas, limpiar establos, enterrar a los caídos… Solo dos divisiones, la 92ª y la 93ª, compuestas cada una por cuatro regimientos, un total de unos 20.000 hombres, todos de color, fueron consideradas combatientes.

Tanto el ejército como la sociedad del Estados Unidos de la época se oponían a que blancos y negros luchasen juntos. La segregación y el racismo eran las normas imperantes —y lo seguirían siendo hasta finales de la década de 1960— y la convivencia de unos y otros en un mismo plano se consideraba «antinatural». En todos los cuarteles, como en la mayoría de los establecimientos civiles, los letreros que informaban de espacios «solo para blancos» regulaban la vida diaria.

Aunque hubo algunas protestas, el Alto Mando estadounidense mantuvo su negativa a que los soldados negros peleasen codo con codo con los blancos. El hecho llegó a conocimiento de los responsables del ejército francés que, devastado, había visto gravemente reducidos sus efectivos y se encontraba al borde de la extenuación. El mariscal Pétain solicitó al general Pershing, jefe de las fuerzas expedicionarias americanas, la colaboración de los soldados negros en las maltrechas unidades francesas, pero su petición, en un principio, no fue atendida. Preocupaba la integración de los combatientes de color en compañías no segregadas, pues resultaba un «alarmante precedente». Ningún blanco estaba dispuesto a compartir su tienda o a saludar a un superior de color y menos aún a obedecer sus órdenes. E incluso se llegó a advertir a los franceses de la indisciplina, cobardía y mala conducta de los soldados negros. Podían darse casos de robos, violaciones o, lo que es peor, de que confraternizasen con las mujeres locales —en muchos lugares de EE.UU. un hombre negro corría serios riesgos de ser salvajemente linchado, sin que las autoridades hicieran nada por evitarlo, solo por ir de la mano de una mujer blanca—.

Ante la desesperada insistencia de Pétain, Pershing accedió finalmente a que los hombres de las divisiones 92ª y 93ª se pusiesen a las órdenes del cuartel general francés, repartidos en distintos destacamentos. Satisfacía así a sus aliados y a la mayoría de sus propios oficiales y soldados, que se negaban a luchar en su compañía. Por su parte, como potencia colonial, acostumbrada a tener entre sus filas a soldados negros de origen africano, Francia no mostró ninguna reticencia a integrarlos.



En mayo de 1918, a Mariano Goybet se le encomendó la misión de reconstruir la 157ª División de Infantería, que poco antes había sido diezmada por los alemanes. Para su resurrección se le adjudicaron tres regimientos, el 333º francés junto con el 371º y el 372º, de la 93ª División, de estadounidenses de color, en los que se aunaban reclutas de diferente procedencia y miembros de la Guardia Nacional. Todos ellos fueron sometidos a un intenso entrenamiento de cuatro semanas. Los americanos recibieron el casco y el armamento de los franceses, si bien mantuvieron su uniforme caqui. El idioma fue una de las principales barreras que hubo que salvar. Los oficiales eran en su mayoría blancos. Los suboficiales, negros.


A las órdenes del zaragozano, la 157ª División adoptó como emblema una mano roja, que no tardaría en hacerse legendaria en el frente occidental. Con el IV Ejército, participó en la ofensiva general aliada en Champagne y después de enconados combates y espectaculares golpes de mano consiguió romper la línea fortificada del enemigo en Monthois, a pesar de la numantina resistencia alemana y de sus tenaces contraataques, que desembocaban en despiadados enfrentamientos cuerpo a cuerpo. Antes de ser desplegada en la zona de los Vosgos, a las afueras de Sainte Marie les Mines, capturó cuantiosos prisioneros y se incautó de gran cantidad de piezas de artillería.

Los soldados negros de la Mano Roja probaron su valía y protagonizaron incontables actos de heroísmo. Casi un tercio de los mismos murió o resultó herido. Sus dos regimientos fueron condecorados con la Cruz de Guerra, la más alta distinción militar francesa, y docenas de sus integrantes con la Legión de Honor. Un comportamiento similar tuvieron otros regimientos de combatientes de color (como el 369º, The Harlem Hellfighters, la primera unidad aliada en cruzar el Rin, o el 370º, The black devils).

El 11 de noviembre de 1918, a las 11:00 h, entró en vigor el armisticio entre los Aliados y las Potencias Centrales. Y el 20 de diciembre se ordenó la disolución de la División de la Mano Roja. Mariano Goybet despidió con un emotivo discurso a sus supervivientes, que desfilaron a los sones de la Marsellesa aclamados por la multitud. Sin embargo, al regresar a su país sus gestas se sepultaron en el olvido y sus méritos no fueron reconocidos. Ciento veintisiete Medallas de Honor del Congreso estadounidense fueron concedidas al acabar la I Guerra Mundial. Ninguna para un combatiente de color —Freddie Stowers, por ejemplo, del 371º, muerto en combate durante el asalto a un nido de ametralladoras, fue propuesto por sus oficiales para recibirla, pero sus familiares no la conseguirían hasta ¡73 años más tarde!, en 1991, de la mano de George Bush—. Muy al contrario, en 1919 creció la tensión racial, estallaron disturbios en diferentes ciudades y aumentó el número de linchamientos, sufridos en un alto porcentaje por veteranos del conflicto, malacostumbrados a desenvolverse en un mundo en guerra pero sin segregación.

Goybet fue laureado por el general Pershing con la Medalla por Servicio Distinguido, y en marzo de 1919 con la Orden del Ejército por el mariscal Pétain. Hasta marzo de 1920 ejerció de comandante general adjunto de Estrasburgo y en esa fecha fue reclamado por el general Henri Gouraud, alto comisionado de la República Francesa en Siria, para dirigir la 3ª División de Levante.

Durante la I Guerra Mundial, los británicos habían ocupado varias provincias del Imperio Otomano en Egipto, para controlar el paso por canal de Suez, y en Mesopotamia, para hacerse con los pozos petrolíferos de la zona, al tiempo que espoleaban a los árabes —entre otros, el mítico Lawrence de Arabia— para que se rebelaran contra los turcos, prometiéndoles la independencia a cambio de su respaldo militar. Su intención última, no obstante, era pasar a dominar un territorio de enorme valor estratégico y económico. Y con ese objetivo se reunieron en 1916 un enviado británico, Mark Sykes, con uno francés, François Georges Picot. Entre los dos, con escuadra y cartabón, trazaron sobre un mapa dos grandes áreas de influencia, que se repartieron sin tener en cuenta la composición étnica y religiosa de la población local o sus deseos —algo que todavía está pagando toda la humanidad y que no tiene visos de solución—.

Una vez declarada la paz, varias reuniones ajustaron los límites establecidos en el acuerdo Sykes-Picot y surgieron en el área nuevos Estados (Siria, Líbano, Irak, Palestina, Transjordania y Arabia Saudí), pero bajo control francés o británico. El Imperio Otomano fue dividido de forma oficial por el Tratado de Sévres, que reservó a los franceses Siria y el Líbano en nombre de la Sociedad de Naciones. Pero Faisal, uno de los hijos de Hussein, monarca hachemita de Arabia Saudí, puestos en el trono de las bisoñas naciones, renegó del acuerdo y se alzó en armas.



Para sofocar la sublevación fue llamado Mariano Goybet. Sus tropas, entre las que había soldados marroquíes, argelinos y senegaleses, batieron a los sublevados en la batalla de Maysaloun y el 25 de julio de 1920 entraron en Damasco —donde un antepasado suyo había sido esclavizado en el siglo XII, durante la segunda Cruzada—. Muy poco pudieron hacer, a pesar de su empeño, las espingardas, los caballos y los camellos de los árabes frente a las ametralladoras, los tanques y los aviones franceses.

El mandato francés en Siria y el Líbano se alargó hasta la II Guerra Mundial. En 1946 se retiraron sus últimas tropas de la zona, que había abandonado mucho antes Mariano Goybet una vez cumplida su misión. Este, tras su regreso a Francia, recibió nuevos honores y en 1923 fue nombrado general de división, antes de pasar a la reserva. A lo largo de su trayectoria profesional fue muy apreciado por sus superiores, que alabaron en numerosas ocasiones su capacidad táctica. Hombre cultivado, tuvo relación epistolar con uno de sus narradores favoritos, Rudyard Kipling. Practicó el dibujo y acopió una gran biblioteca, con cuantiosos títulos de poesía.


Este singular militar zaragozano falleció el 29 de septiembre de 1943 en Yenne, en la región de Saboya, cuando las tropas nazis ocupaban Francia y dominaban la mayor parte de Europa. Contra ellas combatieron su tercer hijo, el contraalmirante Pierre Goybet, quien controlaba el puerto de Casablanca cuando los estadounidenses aterrizaron en la ciudad, y su nieto Adrien, que se enfrentó a los japoneses en Camboya y, posteriormente, intervino en las campañas de Indochina y Argelia.

Para saber más:
- BARBEAU, Arthur y HENRI, Florette: The unknown soldiers: Black American troops in World War I, Filadelfia, Temple University Press, 1974.
- BIEL, Pilar: Zaragoza y la industrialización: la arquitectura industrial en la capital aragonesa, Zaragoza, IFC, 2004.
- BROOKS, Max y WHITE, Caanan: Los guerreros del infierno de Harlem (cómic), Madrid, Umbriel, 2017.
- GRACIA, Mariano: Memorias de un zaragozano, Zaragoza, IFC, 2013.
- HEYWOOD, Chester D.: Negro combat troops in the World War: the story of the 371st infantry, Worcester, Commonwealth Press, 1928.
- La integración de soldados negros estadounidenses de la 93 división de infantería en el ejército francés en 1918, https://journals.openedition.org/rha/7328
- Luchando por respeto, soldados afroamericanos, https://www.military.com/history/fighting-for-respect-african-american-soldiers-wwi.html
- MANSON, Monroe y FURR, Arthur Franklin: The american negro soldier with the Red Hand of France, Boston, The Cornhill Company, 1920.
- SCOTT, Emmett J.: The american negro in the World War, Chicago, Homewood Press, 1919.

viernes, 1 de julio de 2016

Sindulfo García, el inventor de la primera máquina para viajar en el tiempo

¿Quién no ha fantaseado alguna vez con deambular por la Atenas clásica, la Roma de los césares o las calles de su propia ciudad dos, ocho o treinta siglos atrás y averiguar de primera mano cómo se vivía en el pasado? ¿O quién no siente curiosidad por las urbes del futuro, los androides semejantes a personas, las naves interestelares o la posibilidad de entrar en contacto con vida extraterrestre? ¿A quién no le gustaría dar saltos en el calendario, hacia delante o hacia atrás, revivir fechas ya muertas o visitar las no nacidas, como en las fabulaciones de Poe, Twain, Bradbury, Borges, Asimov, Vonnegut, Elena Garro o Philippa Pearce, entre otros muchos?

Viajar en el tiempo ha sido desde siempre un anhelo humano, fácil de rastrear en cualquier época y rincón del mundo, ya sea en cuentos, leyendas, obras literarias y, hoy en día, las pantallas de cine y los videojuegos. Antes de que la Revolución Industrial empezase a colonizar con máquinas el planeta, esos imaginarios desplazamientos temporales se efectuaban mediante sueños, drogas alucinógenas, tránsitos astrales, hipnosis o hechizos de nigromantes (para comprobarlo, basta con leer el exemplo XI de un clásico castellano como El conde Lucanor). Pero a finales del siglo XIX surgieron en la literatura occidental los primeros artefactos con tuercas, palancas y pedales capaces de transportar al hombre, a placer, por los raíles de la historia.

El más célebre entre los constructores de tales artilugios es, sin duda, el protagonista de La máquina del tiempo, la obra de Herbert George Wells. Y parte de su fama se debe a la extendida la idea de que fue el “padre” de todos los que vinieron después. Sin embargo, pese a que pocos lo sepan, eso no es así. Quien primero concibió y luego materializó en su taller una máquina del tiempo no fue un inventor londinense sino uno zaragozano, Sindulfo García (con él vamos a inaugurar una rama del blog, sin abandonar a los reales, que seguirán siendo inmensa mayoría, consagrada a los aragonautas de ficción, en especial, por su singularidad, a los alumbrados por la imaginación de autores que ni fueron aragoneses ni residieron en Aragón).

Sindulfo García es el personaje principal de una de las novelas más insólitas y menos conocidas de la narrativa europea dedicada a la ciencia ficción. Fue editada en los albores del género, cuando éste ni siquiera atendía a dicho calificativo, y se titula El anacronópete, un nombre muy poco comercial, la verdad, que se corresponde con el que fue bautizado el prodigioso ingenio y que nace de la unión de tres raíces griegas: ana (hacia atrás), cronos (tiempo) y petes (el que vuela).

Como dibujan las páginas del relato, don Sindulfo frisa en los cincuenta años. Doctor en Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, posee una considerable fortuna, que acrecienta tras su breve matrimonio con una joven de familia adinerada, fallecida en un accidente al poco de celebrarse el enlace. Y todo su tiempo y dinero los invierte en la investigación científica. De su lado no se despega otro erudito zaragozano, Benjamín, unos diez años menor y sin recursos, políglota sin igual (habla docenas de lenguas, tanto vivas como muertas) y obsesionado con hallar el secreto de la inmortalidad, que persigue “con la terquedad de un sabio aragonés”.

El inicio de sus aventuras tiene lugar durante la Exposición Universal de París, de 1878, la misma que dio a conocer en Europa avances como el teléfono y la bombilla eléctrica (y donde el también aragonés Francisco Pradilla fue recompensado por su cuadro Doña Juana la Loca con la medalla de oro, la primera para España en este tipo de certámenes). Allí, en la Ciudad de la Luz, la Babilonia moderna, don Sindulfo presenta su portentosa creación ante autoridades y público, entusiasmados, que van a ser testigos de su viaje inaugural.

El aparato, de aire julioverniano, tiene considerables dimensiones, como un pequeño edificio con pisos compartimentados por habitaciones y almacenes. Y se encuentra dotado con insospechados adelantos mecánicos, que incluyen escobas que barren solas, lavadoras que, después de lavar, secan, zurcen y planchan, y cocinas capaces de desplumar un pollo y limpiarlo antes de guisarlo en un santiamén. Gracias a la electricidad, logra elevarse en el aire e impulsarse desde el centro de la atmósfera, en el vacío, a una velocidad vertiginosa: 175.200 veces mayor que la que emplea la Tierra en su movimiento de rotación, esto es, puede dar dos vueltas al mundo en un segundo (hay que recordar que cuando se publicó esta novela ni siquiera existían los aviones; el primer vuelo de una nave tripulada impulsada por un motor se debe a los hermanos Wright, en diciembre de 1903; duró 12 segundos y el prototipo recorrió 36,5 metros).

Como los días se suceden a medida que el planeta gira sobre sí mismo de Oriente a Occidente, para visitar el pasado el anacronópete debía desplazarse en dirección contraria, de Occidente a Oriente. De esta forma, se revertía la dinámica y se desandaba lo andado (un método bastante peregrino pero que, curiosamente, se parece al empleado por Superman en la primera de las películas interpretadas por Chistopher Reeve, con el fin de “rebobinar” el tiempo y salvar de la muerte a Lois Lane).

Para evitar que, al regresar al pasado, las personas rejuvenecieran al mismo ritmo en que avanzaba la nave y pasasen en cuestión de minutos de la madurez a la juventud, de la juventud a la niñez y de ahí a la nada, don Sindulfo había ideado el “fluido García”, que se administraba mediante una especie de descargas eléctricas y que hacía inalterables a quienes lo recibían.

Los primeros pasajeros, además de Benjamín y don Sindulfo, fueron una sobrina huérfana de éste y la criada de la joven, una madrileña lenguaraz. El zaragozano se había enamorado de su sobrina, pero ella no le correspondía, pues sólo tenía ojos para su galante primo Luis, capitán de húsares. A última hora se unieron a ellos, a petición del Gobierno francés, un grupo de antiguas prostitutas sin fortuna, ya entradas en años, para retornarlas a la mocedad y que a su regreso convencieran a las muchachas del país de que esa vida no tenía futuro, de manera que reinaran la decencia y las buenas costumbres. Y, de tapadillo, embarcaron de polizones el capitán de húsares, su asistente (Pendencias, un saleroso andaluz) y un pelotón de soldados de su compañía, recelosos, con razón, de las intenciones últimas de don Sindulfo, pues su objetivo oculto, en realidad, era recalar en algún momento histórico pretérito con leyes arcaicas que le permitieran contraer matrimonio con su sobrina, aunque fuera en contra de su voluntad.

En su etapa inicial, los crononautas se presentan en la guerra hispano-marroquí de 1860. Se ven envueltos en los combates y varios hombres del sultán intentan abordar la nave. En el último instante logran escapar y regresan al punto de partida. Al llegar a París desembarcan las prostitutas en su segunda juventud, ya que no se les había aplicado el “fluido García” en el viaje de ida (también “rejuvenecieron” sus ropas de seda y, sucesivamente, se convirtieron en hilos desmadejados, capullos, gusanos, huevos y mariposas), si bien nadie las reconoce ni se cree la historia que cuentan.

Reemprenden entonces los viajeros el trayecto hacia el pasado, con periódicas paradas para avituallarse y un don Sindulfo cada vez más desequilibrado por los celos. Recomiendan a los Reyes Católicos el proyecto de Colón, observan las luchas civiles en la Rávena bizantina de finales del siglo VII y arriban a la China del siglo III, azotada asimismo por disputas internas. Allí viven odiseas sin cuento de las que salen airosos con la ayuda de una momia que viajaba con ellos y que resulta ser una emperatriz de la época que vuelve a la vida, y del pelotón de húsares, que, una vez fuera de su escondite, desaparecen y aparecen por sorpresa antes de recibir el “fluido García”.

Siempre en busca del secreto de la inmortalidad, se trasladan todos a Pompeya en vísperas de la erupción del Vesubio (escapan a tiros del anfiteatro cuando iban a ser devorados por las fieras) y se entrevistan con Noé poco antes del comienzo del Diluvio que, como nadie ignora, tuvo lugar el año 3308 a.C. El patriarca bíblico les revela que la vida eterna es la recompensa para quien conoce a Dios y su palabra.


De vuelta al anacronópete, don Sindulfo, enajenado por completo por el rechazo de su sobrina, con la razón extraviada, quintuplica la velocidad habitual de la máquina y destruye sus mandos. La nave alcanza el caliginoso instante de la Creación y desaparece entre masas incandescentes.

La narración podía y debía haber acabado ahí. Mas, por no poner un broche lúgubre a un texto con bastante humor o para agradar a los lectores, acostumbrados a otros finales según los cánones de la novela decimonónica, termina con dos párrafos de última hora que malbaratan el turbador desenlace. Todo lo acontecido no había sido más que un mal sueño de don Sindulfo durante la representación teatral de una obra de Julio Verne, a la que había acudido acompañado de su amigo Benjamín y del matrimonio compuesto por su sobrina y un bizarro oficial.

El creador del personaje de don Sindulfo, de sus compañeros de expedición y de la primera máquina para viajar en el tiempo de la literatura occidental se llamó Enrique Gaspar y Rimbau. Vino al mundo en Madrid, en marzo de 1842, y tanto su padre como su madre se ganaban la vida como actores de teatro. Cuando tenía seis años, falleció su progenitor y la familia marchó a Valencia. Allí comenzó estudios de Humanidades y Filosofía, que debió abandonar para entrar a trabajar en la casa de banca y comercio del marqués de San Juan. Sin embargo, desde que nació había vivido sumergido en el mundo de las tablas y a él dedicaba todos sus afanes en sus ratos de ocio. Con trece años escribió una zarzuela y a partir de entonces ya nunca dio paz a la pluma. Poco después entró a colaborar en La Ilustración Valenciana y con quince presentó en público su primera comedia, cuyo papel principal interpretó su madre.


Al casarse ésta de nuevo, con el arquitecto Sebastián Monleón, se vio liberado de sus obligaciones familiares, abandonó su empleo y se zambulló a tiempo completo en el arte de Talía. En 1863, a los 21 años, regresó a Madrid, donde fue bien acogido por prensa y público. Los estrenos se sucedían y contrajo matrimonio con una valenciana de alta cuna, Enriqueta Batllés y Bertrán de Lis, hija de una dama de la aristocracia y de un médico que llegó a diputado y a rector de la Universidad levantina.

Su nombre se hizo popular y, dispuesto a renovar el teatro de la época, sus obras comenzaron a tratar temas con trasfondo social, como haría poco después el bilbilitano Joaquín Dicenta. En ellas denunciará la falsedad de los políticos, los despropósitos de la burguesía surgida de la primera Revolución Industrial y el papel asignado a la mujer en la nueva sociedad, bien en zarzuelas, bien en dramas y comedias como Huelga de hijos.

El segundo embarazo de su esposa en poco tiempo y las presiones de su familia política le arrastraron a buscar unos ingresos más estables que los proporcionados por el teatro. Y tras la Revolución de 1868, apadrinado por conocidos de su suegro y por su estrecha amistad con Adelardo López de Ayala, un dramaturgo aupado al sillón de ministro de Ultramar, logró ingresar en el cuerpo diplomático. Ocupó el cargo de vicecónsul en las ciudades francesas de Sète y Saint Nazarie, así como en la capital de Grecia, Atenas. Y en 1878 fue enviado a Extremo Oriente.

Residió en Macao, Cantón y Hong-Kong, hasta que en 1885 regresó a Francia. Ya como cónsul, estuvo destinado en Olorón, Bayona, Perpiñán y, en lo que fue el cénit de su carrera, Marsella, la segunda ciudad del país vecino. Durante un tiempo, su familia se trasladó a Barcelona, donde Gaspar llegó a estrenar alguna obra en catalán. Falleció en Olorón, en casa de una hija, en septiembre de 1902.

A pesar de su intensa actividad como diplomático, nunca dejó de escribir, ya fueran artículos, poemas, narraciones y, sobre todo, piezas teatrales, si bien su alejamiento de la escena española hizo menguar su ascendiente. De hecho, El anacronópete nació en 1881, durante su estancia en China, como el propio autor afirma en el relato al aludir a la batalla de Tetuán, acaecida el 4 de febrero de 1860: “Escribo estos renglones veintiún años después de aquel memorable acontecimiento”. Y lo hizo como una zarzuela, el entretenimiento más popular de la época, dividida en tres jornadas y trece cuadros. El texto conserva características del género chico en su estructura y reparto. Al igual que en muchas de las operetas en cartel en ese momento, entre los protagonistas se forma un triángulo amoroso, con una pareja de jóvenes galanes hostigados por un rico con escasos escrúpulos. Y están presentes el habitual dúo cómico (la criada y Pendencias) y coros, tanto masculinos (los húsares) como femeninos (las prostitutas francesas).

En esas fechas estuvo de moda en Europa un espectáculo musical basado en La vuelta al mundo en 80 días, de Verne, con una ostentosa puesta en escena, animales salvajes y unos decorados y un vestuario exóticos (tal vez el causante del mal sueño de don Sindulfo). Y algo parecido debió de ambicionar Gaspar para su obra. Pero la Gran Vía madrileña no era el West End londinense, ni la Rambla de Barcelona podía competir con el París de los primeros años de la III República (y de Zaragoza, mejor no hablar). Así pues, sin perspectivas de estreno, reacomodó su escrito, le dio forma de novela y lo publicó en la barcelonesa editorial Daniel Cortezo y Cía., con ilustraciones de Francesc Gómez Soler, en 1887.

La novela de Gaspar se anticipó por tanto casi una década a la de H. G. Wells, quien, a partir de abril de 1888, comenzó a publicar en Science School Journal un cuento titulado The Chronic Argonauts, que versaba sobre viajes en el tiempo y que interrumpió después de tres entregas, pues no le acababa de convencer. En los años siguientes escribió nuevas historias con similar argumento, pero hasta 1895 no llegó a la imprenta su composición definitiva: La máquina del tiempo.

Aunque el desplazamiento sea al futuro y no al pasado, y carezca de las pinceladas de humor irreverente del español, la obra de Wells comparte con la de Gaspar aspectos básicos: la presencia de un ingenio mecánico preparado para transportar al hombre por la historia a voluntad (desafiando las paradojas temporales y las leyes de la termodinámica), y su evidente enfoque de crítica social. Sin embargo, mientras que la del primero obtuvo la gloria, se ha reeditado en infinidad de ocasiones, se ha traducido a multitud de lenguas y conoce secuelas literarias y adaptaciones cinematográficas vistas por millones de espectadores, la de Gaspar fue pronto arrumbada en abandonados anaqueles.

Si se hubiera publicado en Inglaterra, es muy probable que hubiese alcanzado el reconocimiento que merece y que Zaragoza fuese celebrada en el mundo entero por ser la cuna de don Sindulfo, y no sólo por Agustina de Aragón y la Virgen del Pilar. Pero, al contrario que en otras latitudes, la cultura nunca ha sido una prioridad en la patria de don Quijote (y si no, que le pregunten a su autor, a Cervantes, que debe de andar en el más allá pálido de envidia al ver cómo conmemoran los compatriotas de Shakespeare el cuatrocientos aniversario de su muerte).

Durante más de un siglo, el anacronópete durmió en el olvido, hasta que en 1999 un club de ciencia ficción español lo “resucitó” y divulgó su existencia entre sus seguidores, en soporte digital. Al año siguiente, el Círculo de Lectores preparó una edición de escasa tirada de la novela de Gaspar, para coleccionistas, que la editorial Minotauro reimprimió en 2005, también a pequeña escala.

Cuando parecía que iba a quedarse como una curiosidad bibliográfica sólo apta para fanáticos locales del tema, en 2011 la British Library (la versión británica de la Biblioteca Nacional, una de las mayores instituciones culturales del mundo, con fondos que superan los 150 millones de publicaciones) organizó una magna exposición: “Out of this World: Science Fiction but not as you know it”, donde una hispanista estadounidense, Andrea Bell, y una profesora española afincada en Florida, Yolanda Molina-Gavilán, dieron a conocer la novela de Gaspar. Y pronto se convirtió en la principal atracción de la muestra. Los especialistas en el género allí reunidos, llegados de todo el planeta, no salían de su asombro. Existía una máquina del tiempo anterior a la de Wells, mucho más compleja y descrita con mayor precisión. Había un precursor de quien nadie tenía noticia y era español. Su traducción al inglés no se hizo esperar y, al calor del alboroto, ha conocido una nueva reedición en castellano que ojalá tenga una vida menos efímera que las anteriores.

¿Y cómo es que a un madrileño criado en Valencia se le ocurrió hacer zaragozanos a los dos protagonistas de unas fantasías dignas del cálamo de Luciano de Samosata? Nunca se podrá responder a esas preguntas con seguridad. Puede que sólo fuera un capricho, pero también es posible que tuviera una razón de ser. Los principales contactos de Gaspar con Aragón se fechan en la última etapa de su vida, cuando ocupó el consulado de Olorón, en el Pirineo Central francés. Zaragoza era la ciudad española de referencia para muchos acuerdos políticos y económicos allí suscritos. Y, movido por su cargo, visitó la ciudad y estableció relaciones y amistades en ella.

Sin embargo, es casi seguro que su interés por la capital aragonesa era anterior y no derivaba sólo de sus obligaciones profesionales. Enrique Gaspar fue un hombre de ideas políticas progresistas, que vivió sus mejores años tras la Revolución de 1868, La Gloriosa, a la que prestó su apoyo. Krausista y anticlerical, se interesó por el espiritismo, una doctrina que prosperó sobremanera en la segunda mitad del siglo XIX (entre sus más conspicuos adeptos figuran personalidades de la talla de Arthur Conan Doyle, el médico creador de Sherlock Holmes). Sus incondicionales proclamaban la supervivencia de los espíritus (almas) tras la muerte del cuerpo y la posibilidad de comunicarse con ellos a través de médiums. Muchos, además, creían en la reencarnación de esos espíritus en otras personas y los había que defendían que dicha reencarnación podía producirse en animales e, incluso, en seres de otros planetas.

Entre los partidarios de esta última tesis destacó el astrónomo y escritor francés Camille Flammarion, amigo personal de Gaspar. En su momento, sus libros fueron tan populares como los de Verne, pero el paso del tiempo ha sido inclemente con ellos. Las prolijas explicaciones científicas que intercala y sus reflexiones metafísicas embarran a menudo la historia, convirtiéndola en una ciénaga por donde avanzar resulta fatigoso. Gaspar, en el capítulo IX de su novela, hace una referencia explícita a Lumen (1872), un relato breve de Flammarion, incluido en Récits de l’infini (Relatos del infinito), en el que un espíritu cuenta sus vivencias tras su muerte corporal y su marcha a distantes estrellas a la velocidad de la luz, lo que altera la secuencia temporal y le permite observar desde allí episodios del pasado.

El tema de la transmigración de las almas aflora en El anacronópete cuando Benjamín y don Sindulfo advierten con estupor que la esposa del segundo, fallecida en un accidente, había sido en realidad la reencarnación de la emperatriz china que “revive” durante el viaje, pues ambas comparten idéntico carácter, formas de expresión y hasta gestos y tics nerviosos. Y aún hay más textos de Gaspar ligados al espiritismo. En su edición original El anacronópete era una de las tres narraciones agrupadas bajo el epígrafe de “Novelas”, que también incluía Viaje a China, donde el escritor madrileño describe su periplo por medio mundo hasta llegar a su destino en Extremo Oriente, y Metempsicosis. En la última, dos amigos mueren y se reencarnan en toros bravos, con recuerdos de su vida anterior. Se reconocen y logran comunicarse. Al final, son toreados y muertos en la plaza por el hijo de uno de ellos, a quien las bestias le traen a la memoria inexplicablemente a los fallecidos. Conmocionado, abandona el toreo y se hace protector de los animales.

En 1870, dos años antes de que apareciera Lumen, la zaragozana imprenta de Calixto Ariño ultimó la publicación de Marietta. Páginas de dos existencias, donde otro espíritu, en este caso el de una mujer napolitana que vivió en el siglo XVII, rememora episodios de su vida terrenal y sus experiencias ultraterrenas. Aunque el libro se halla firmado por un funcionario de la Diputación Provincial de Zaragoza, Daniel Suárez Artazu, en el prólogo se afirma que en realidad éste sólo fue un médium que recogió lo que la verdadera autora, Marietta, la joven napolitana, le dictaba desde la otra vida (según los testigos, la mano de Suárez Artazu escribía sola, a una velocidad inconcebible, mientras él llevaba una fluida conversación con varias personas). La publicación se hizo pronto famosa. En poco tiempo salieron a la venta nuevas ediciones de la misma en Zaragoza, Madrid y Barcelona. Y su reputación traspasó fronteras. Hay traducción al italiano y se reimprimió en México (el ejemplar que yo tengo, de los primeros años del siglo XX, lo compré en una librería de viejo de… ¡Londres!).


Su difusión no hizo sino incrementar el gran prestigio que el espiritismo aragonés ya poseía en todo el país. Tras el derrocamiento de Isabel II, en el 68, se decretó la libertad de culto, asociación e imprenta, y fue destinado a Zaragoza un nuevo capitán general, Joaquín Bassols y Marañosa. Había conocido el espiritismo durante su exilio en Francia y tenía dos hijos médiums.

A su alrededor se congregaron personalidades de diferentes ámbitos, que se reunían para celebrar sesiones espiritistas en Capitanía (por aquel entonces emplazada en un palacio del Coso, junto al teatro Principal). Primaban los militares de alta graduación, pero también había políticos, médicos, propietarios, abogados (uno de ellos, Lucio de la Escosura, posee la patente aragonesa más antigua de cuantas se conservan: una lavadora automática que hacía la colada en un tiempo récord, de tres a cinco horas) y artistas, entre los que figuraba Pablo Gonzalvo (el íntimo amigo del héroe de la independencia cubana José Martí, quien por esas fechas estudió Derecho en la Universidad zaragozana y quedó prendado del indómito carácter aragonés), a los que, con el tiempo, se unirían otros, como el arquitecto Félix Navarro (autor de obras del calibre del Mercado Central y la Escuela de Artes y Oficios).


El ascenso a ministro de la Guerra de Joaquín Bassols (tal vez con la esperanza de que, en caso de necesidad, pudiera pedir consejo a Aníbal, el Gran Capitán o Napoleón) y su consiguiente traslado a Madrid, en compañía de otros miembros de la sociedad Progreso Espiritista de Zaragoza, restó algo de empuje a la misma. Pero ni mucho menos significó su desaparición. En 1879, el diputado provincial Miguel Sinués publicó El espiritismo y sus impugnadores, en defensa de la doctrina. Dos años más tarde, el capellán del cementerio zaragozano denunció la existencia de lápidas contrarias al dogma católico con inscripciones que, por ejemplo, anunciaban: “Su espíritu voló a las regiones del infinito a los 79 años de su encarnación”. En 1883 nacían los noticieros El Iris de la Paz y Un Periódico Más, el primero en Huesca y el segundo en Zaragoza, como valedores de los valores espiritistas, la democracia y la libertad (para refutar sus “satánicas” tesis, ese mismo año comenzó su andadura el semanario católico El Pilar, que en nuestros días todavía se edita). Y en 1893 Benigno Pallol, con el seudónimo de Polinous, dio a conocer una interpretación anticlerical del Quijote de acuerdo a postulados espiritistas (Enrique Gaspar comenzó a traducir al chino las andanzas del Caballero de la Triste Figura durante su estancia en Extremo Oriente).

Un hombre clave del espiritismo aragonés en esos tumultuosos años fue el vizconde Antonio Torres-Solanot. Aun cuando nació en Madrid en 1840, donde su padre ocupaba un alto cargo político (llegó a ministro de la Gobernación durante la regencia de Espartero), siempre se consideró aragonés. Toda su vida transcurrió a caballo entre Madrid, Zaragoza y Huesca, tierra esta última de sus aristocráticos ancestros. Fue secretario de la Junta Revolucionaria oscense en 1868 y, fracasado en su intento de presentarse como candidato en las elecciones, se volcó en el estudio de filosofías orientales y de avances mecánicos. Se conserva una carta de Joaquín Costa, datada en enero de 1868, en la que el montisonense le confirma que en breve atenderá su solicitud y le remitirá los planos que trajo de París de un “velocípedo” (la primera bicicleta española, o una de las primeras, se fabricó en Huesca gracias a esos planos).

Su faceta más conocida tiene relación con el espiritismo. En 1872 surgió la Sociedad Espiritista Española, con sede en Zaragoza, de la que fue el primer presidente. Seis años más tarde fundó y dirigió El Espiritista, revista científica de estudios psicológicos que publicó varios números en la capital aragonesa. Y en 1888 promovió y presidió el I Congreso Espírita Internacional, celebrado en Barcelona, al que acudieron representantes de numerosos países de Europa y América.

Sus constantes encontronazos con la jerarquía católica se incrementaron tras la creación de las primeras escuelas laicas, de niños y de niñas, un proyecto para armonizar ciencia y creencia que sacó adelante en Zaragoza, en 1885, con la colaboración del maestro turolense Fabián Palasí Martín, también espiritista, masón y autor del libro Renacimientos o pluralidad de vidas planetarias.

¿Se inspiraría en parte Enrique Gaspar en las personalidades de uno o de varios de estos aragoneses de carne y hueso a la hora de dar vida a don Sindulfo y Benjamín? El secreto de la inmortalidad que perseguían ¿estaría relacionado con el ideario espiritista? Es probable que nunca lo sepamos. Pero no deja de ser una hipótesis sugerente.

Para saber más:
-BELL, Andrea y MOLINA-GAVILÁN, Yolanda: Cosmos Latinos. An Anthology of Science Fiction from Latin America and Spain, Middletown (Connecticut), Wesleyan University Press, 2003.
-GASPAR, Enrique: Novelas, Barcelona, Daniel Cortezo y Cía., 1887. / The time ship. A Chrononautical Journey, Middletown (Connecticut), Wesleyan University Press, 2012. / El anacronópete, Valencia, Trasantier, 2014.
-KIRSCHENBAUM, Leo: Enrique Gaspar and the social drama in Spain, Berkeley, University of California Press, 1944.
-POVÁN, Daniel: Enrique Gaspar, medio siglo de teatro español, Madrid, Gredos, 1957.
-SUÁREZ ARTAZU, Daniel: Marietta. Páginas de dos existencias y páginas de ultratumba, Zaragoza, Imp. de Calixto Ariño, 1870. / Barcelona, Daniel Cortezo y Cía., 1889.
-WELLS, H. G.: La máquina del tiempo, Madrid, Cátedra, 2015.
-http://elanacronopete.com

jueves, 21 de abril de 2016

Miguel Ezquerra, el defensor del búnker de Hitler

Toda hoja tiene un haz y un envés. Y toda moneda, dos caras. Durante la II Guerra Mundial muchos aragoneses combatieron la sanguinaria demencia nazi, bien desde la Resistencia en tierras francesas, bien encuadrados en alguno de los ejércitos aliados. Los hubo que expusieron su vida para escudar a los perseguidos y los hubo que la sacrificaron con el anhelo de legar a las generaciones venideras un mundo más libre y justo. Pero también los hubo que, guiados por su personal credo, por ardor aventurero, por necesidad o por azar, batallaron en favor de las fuerzas del Eje.

Uno de los más sorprendentes adalides de los empeños de Adolf Hitler fue el oscense Miguel Ezquerra Sánchez. En el ocaso del conflicto, cuando el triunfo era ya sólo una quimera, dirigió una unidad de las Waffen-SS bautizada con su propio nombre (Einheit Ezquerra o Einsatzgruppe Ezquerra). Estaba compuesta de forma mayoritaria por españoles y fue emplazada en Berlín, donde se batió con ferocidad en la apocalíptica defensa final de la capital alemana ante los soviéticos.

Las insólitas hazañas de Ezquerra, dignas de mejor causa, se recogen en un texto autobiográfico que tituló Lutei até ao fim (Luché hasta el fin), ya que fue editado por primera vez, en 1947, en Lisboa, donde residió durante un tiempo para alejarse de la policía franquista. El momento político vedaba su publicación en España, pues el régimen imperante, para sobrevivir, debía congraciarse con las potencias vencedoras en la contienda planetaria. Además, en sus páginas se traslucían críticas al país surgido de la “triunfal Cruzada” (ya desde sus primeras frases, referidas al año 1944: “En mi patria el ambiente me ahogaba. No me gustaban muchas de las cosas que veía a mi alrededor”), a la par que se fustigaba a partidarios del régimen corruptos, con nombres y apellidos.

Así pues, la versión española de su libro, Berlín, a vida o muerte, no pudo ver la luz hasta finales de 1975, ya en los estertores del franquismo. En ella desgranaba sus vivencias en los últimos meses de vida del III Reich, con algunas divergencias respecto a lo publicado en Portugal y un estilo áspero y pobre, aunque vivo, mechado de antisemitismo y con la habitual parafernalia dialéctica falangista, donde virilidad y españolismo se encumbran como valores máximos.

Dichas memorias han sido objeto de debate entre aficionados y estudiosos del tema desde su aparición. E, incluso, quienes comparten la ideología de Ezquerra han puesto serios “peros” a varios de sus pasajes. Investigaciones exhaustivas sobre la Batalla de Berlín, como la emprendida por Antony Beevor, basada en la documentación militar soviética desclasificada, han ignorado la presencia de españoles en el bando germano. Este hecho se ha sumado a la pérdida de los archivos alemanes, capaces de confirmar o desmentir un relato épico aderezado con nebulosos episodios. Y tampoco ayuda a clarificar la cuestión la peculiar personalidad del autor, atrabiliario, farfantón, con un desmedido afán de protagonismo, amigo de ponerse medallas reales o ficticias y una memoria selectiva, proclive a oportunos olvidos, medias verdades, exageraciones e inexactitudes.

Sin embargo, gracias al testimonio de supervivientes, hoy se da por seguro que la Unidad Ezquerra existió, que un puñado de españoles dirigidos por un aragonés estuvieron entre los últimos pretorianos de la cancillería hitleriana, que ofrecieron una encarnizada resistencia y que sólo capitularon, ya muy diezmados, cuando la incontenible avalancha de fuego guiada en la distancia por Stalin sepultó toda esperanza.

Miguel Ezquerra nació en enero de 1913 en Canfranc, donde su padre, que fallecería siendo él todavía niño, era responsable de un molino. Cursó estudios de Magisterio en Pamplona y su primer destino profesional, como maestro, lo condujo hasta la localidad navarra de Lodosa.

No por ello perdió su vínculo con el Alto Aragón, adonde regresaba en vacaciones. El verano de 1936 decidió disfrutarlo en la capital oscense. Falangista de la primera hornada, tenía la costumbre de reunirse con otros jóvenes de parejo pensar en la terraza del Café Universal. Allí debatían, bebían, vociferaban el Cara al sol y provocaban a contrarios políticos o a paseantes curiosos.

El sábado 18 de julio las radios daban la noticia de un intento de golpe de Estado encabezado por oficiales del ejército contrarios a la República. A primeras horas del domingo, con los soldados ya en las calles de Huesca, Ezquerra se dirigió al Gobierno Militar. El carné de Falange le facilitó al instante un arma y la licencia para usarla.

Le faltó tiempo para alistarse en el bando de los sublevados. Se desconocen con detalle sus andanzas durante la Guerra Civil y en sus memorias apenas les dedica un breve párrafo. Parece ser que se implicó en la ocupación de Ayerbe y Almudévar, antes de ingresar en la 2ª Bandera de la Legión. Fue herido en las proximidades de Huesca y, ya restablecido, se integró en la Columna Móvil de Aragón. Con ella participó en diferentes operaciones bélicas en las tres provincias aragonesas hasta que dolencias intestinales le obligaron a pasar por hospitales militares de Zaragoza y Valladolid.

Tras su mejora, disfrutó de varias semanas de descanso en Canfranc. De nuevo en el frente, solicitó plaza en un curso de alféreces provisionales organizado en Fuentecaliente (Burgos). Con los galones ya en la bocamanga, entró a formar parte de la 7ª Bandera de Castilla y luchó en la sierra de Guadarrama. En marzo de 1938 fue destinado al Regimiento de Infantería Granada nº 6, en Extremadura, y poco después se le concedió el empleo de teniente provisional, que ostentó hasta el final del conflicto. El historiador Luis Antonio Palacio, que le ha seguido la pista en los registros castrenses, revela que obtuvo varias condecoraciones, tanto por comportamientos colectivos como por acciones individuales.

En el curso de la guerra conoció a quien sería su esposa. El estallido de un obús le causó heridas oculares y fue llevado a Sevilla para su recuperación. A la espera de recibir el alta definitiva, se le asignó un empleo en la guardia de la prisión hispalense. Allí coincidía casi a diario con Consuelo Reinoso, hija de un acreditado republicano, secretario del Ayuntamiento, y con un hermano encarcelado por sus ideas políticas. Es muy posible que gracias a la mediación de Ezquerra a este último le fuera conmutada la pena de muerte. Y la relación entablada con Consuelo desembocó en boda.

Rendida la República, solicitó la licencia y se instaló con su familia en Madrid, donde retomó sus labores docentes. Pero al dar inicio la II Guerra Mundial, en pago por su apoyo a la rebelión militar franquista, se presentó como voluntario en la embajada alemana, que rechazó el ofrecimiento.

Se afincó a continuación en el Sur de Francia, en Bayona, para ejercer como profesor de español contratado por el Ministerio de Asuntos Exteriores. La ocupación del país por el ejército nazi alteró su día a día y se vio obligado a regresar a Madrid.

Aun cuando ya tenía una hija y otra iba en camino, su visceral anticomunismo le espoleó para dejarlo todo y marchar al combate en cuanto se produjo la invasión de la Unión Soviética por parte de Alemania (Operación Barbarroja), en el verano de 1941. Otra vez se postuló sin éxito ante la embajada alemana y, más tarde, intentó ser incluido, también de forma infructuosa, en la llamada División Azul (la 250ª Infanterie-Division de la Wehrmacht), el contingente de voluntarios españoles que viajó a los frentes de Nóvgorod y Leningrado para acabar con el bolchevismo alentados por las autoridades nacionales, que sentenciaron en una conocida arenga que “¡Rusia es culpable!” y, por tanto, “El exterminio de Rusia es exigencia de la Historia y del porvenir de Europa”.

Ezquerra removió cielo y tierra durante meses y, por fin, en agosto de 1943, resultó admitido en uno de los reemplazos que partieron para cubrir las bajas que se producían entre los españoles. A su llegada a la Unión Soviética, gracias a su experiencia militar, fue asignado a una compañía antitanques con el grado de teniente. Sin embargo, su estancia no fue muy dilatada ya que a finales de septiembre fue herido por la metralla durante un bombardeo en los alrededores de Kólpino, un suburbio industrial de Leningrado. Tuvo que ser evacuado a un hospital de Riga (Letonia) y, de allí, a otro de Königsberg, la actual Kaliningrado.

Sólo unos días después, a principios de octubre, se ordenaba el retorno de la División Azul. El rumbo de la guerra había dado un giro brusco en las estepas heladas del Frente Oriental y Franco, más interesado en conservar el poder que en guardar lealtad a quienes le habían ayudado a conseguirlo, decidió su repatriación, presionado por los Aliados. El destacamento español fue disuelto de forma oficial el 17 de noviembre y los últimos expedicionarios abandonaron el suelo ruso ya en diciembre. Ezquerra fue uno de los más rezagados, pues no pudo ser trasladado a España, todavía convaleciente, hasta el día 21 de ese mes.

Es muy probable que sus heridas, junto con sus sempiternos problemas gástricos, le impidieran inscribirse en la llamada Legión Azul, la Spanischen Freiwilliger Legion o Legión Española de Voluntarios (LEV), unos dos mil hombres acogidos por la 121ª Infanterie-Division que siguieron en armas hasta ser desmovilizados en marzo de 1944. Sus más celosos miembros, no obstante, se negaron a regresar y encontraron acomodo diseminados en distintas unidades alemanas.

Para entonces, el Gobierno del general Franco, atento al devenir del conflicto y amigo como era de nadar y guardar la ropa, había decretado que todos aquellos españoles que prestaran servicio militar en alguno de los bandos beligerantes serían privados de la nacionalidad española. La medida no supuso un obstáculo insalvable para los devotos más recalcitrantes del nacionalsocialismo. Dispuestos a salvar la “Europa civilizada” del ataque de los “subhumanos” (untermenschen) que colmaban las infames “hordas rojas”, varios centenares intentaron cruzar la frontera francesa para alistarse en el cada vez más necesitado ejército alemán.

Ezquerra fue uno de ellos. Y aquí comienza su relato. Dejó a su familia en un pueblecito de la provincia de Sevilla y subió a un tren con destino a Irún. Durante el viaje conoció a varios camaradas con el mismo propósito y el 2 de abril de 1944, en compañía de un joven gallego, se abrió paso a las bravas en la aduana tras encañonar con una pistola al guardia civil que la custodiaba.

Los alemanes, ahora más receptivos, agruparon a todos los que lograron sortear los pasos fronterizos y los trasladaron a un campamento en las proximidades de Königsberg, de nuevo cerca del Frente Oriental. Al poco de llegar, Ezquerra protagonizó un violento altercado con compañeros que le quisieron gastar una broma y, airado, solicitó a los mandos que se le mantuviese la graduación que había ostentado durante su paso por la División Azul.

Éstos se lo concedieron y lo reubicaron, ya como oficial, en unidades acantonadas en el Pirineo francés, encargadas de ayudar a nuevos voluntarios españoles, así como de detectar y eliminar a los integrados en la Resistencia. Se le ofreció luego un puesto en el Servicio Secreto alemán (Abwerh) y viajó a París para ser formado en radiotransmisión, lenguajes cifrados y fabricación de explosivos. En la Ciudad de la Luz entró en contacto con residentes españoles con el seudónimo de Capitán Kronos para recabar información. En ese momento los Aliados ya habían desembarcado en Normandía y Ezquerra asegura en su libro haber dirigido a un grupo de compatriotas incorporados a las tropas que, sin fortuna, intentaron contener el avance enemigo.

París fue evacuado por los alemanes de forma precipitada y el oscense los acompañó en su caótica retirada. En busca de su batallón, pasó por Austria y Checoslovaquia, hasta dar con él en la ciudad alemana de Coblenza.

Partidarios de los alemanes procedentes de toda Europa, tanto civiles como militares, habían encontrado refugio en el interior del país. Y Ezquerra fue puesto al frente de un pequeño comando integrado por españoles, en su gran mayoría veteranos de la División Azul (de sus 36 componentes, 8 eran aragoneses).

A la cabeza del mismo participó en la Batalla de las Ardenas, la última gran ofensiva de los ejércitos hitlerianos. El mal tiempo, primero el barro y luego la nieve, había empozado a los Aliados en los bosques de la región belga de las Ardenas e impedía que su aviación pudiera despegar, lo que fue aprovechado por los mariscales Model y von Rundstedt para organizar un brioso contraataque en diciembre de 1944. El comando de Ezquerra se infiltró en las líneas enemigas y sorprendió a un bisoño destacamento estadounidense. Destruyó un enorme depósito de municiones e hizo más de trescientos prisioneros (quizá uno de ellos fuera Kurt Vonnegut).

Sin embargo, el colofón de la operación no fue el deseado. Ezquerra tuvo que ser evacuado, pues sufrió congelaciones en varios dedos de sus pies, algunas de cuyas falanges le fueron amputadas, y en cuanto el cielo se despejó la supremacía aérea aliada frenó en seco la embestida alemana.

Ezquerra fue enviado entonces a Berlín, donde, dados sus recientes éxitos, se le ordenó organizar otra unidad, mayor, formada por españoles. Aunque en sus memorias le reste mérito, en esa decisión resultó decisiva la figura del general Wilhelm von Faupel, quien había fundado, junto con su esposa, el Instituto Iberoamericano para propagar el ideario nazi en los países de habla hispana. Con experiencia como asesor militar en Argentina y Perú, von Faupel había sido nombrado “encargado de negocios” ante el Gobierno de Franco en Burgos en octubre de 1936. Y ejerció como embajador alemán hasta agosto de 1937, cuando fue sustituido a petición española por su apoyo a Manuel Hedilla y a los sectores más radicales del falangismo. En la capital alemana mantuvo su postura y, a través del periódico Enlace, buscó aglutinar a españoles e hispanoamericanos leales a Hitler.

Ezquerra agavilló para su unidad a todo español que encontró. Rebuscó en el ejército alemán a los compatriotas que estuviesen alistados y los reclamó. A ellos sumó a residentes en Berlín necesitados de amparo, a trabajadores que habían llegado a Alemania a través de la organización Todt (creada para nutrir los centros de producción de obreros extranjeros así como de prisioneros, expatriados y judíos en régimen de esclavitud, ya que todos los alemanes en edad de combatir habían sido llamados a filas) cuyas fábricas habían sido destruidas por los bombardeos y vagaban sin recursos ni medios de huida, e incluso a deportados y presidiarios.

En total logró reclutar dos compañías, completadas con algunos franceses y belgas, que fueron acuarteladas en Postdam para recibir una rápida instrucción. El heterogéneo grupo impactó a un veterano del conflicto a su llegada: “Recibimos la orden de ir a Postdam donde se estaba reagrupando a todos los españoles en una sola unidad, capitaneada por Miguel Ezquerra. Nos supo mal abandonar a los camaradas de la SS-Wallonie con los que habíamos combatido y derramado nuestra sangre por un mismo ideal. Cuando llegamos a Postdam nos alojaron en un colegio de huérfanos militares y allí nos encontramos con un espectáculo circense descomunal, había más sargentos que soldados, legionarios pendencieros, gentes de mal vivir, despistados que no sabían dónde ir y antiguos veteranos de la División Azul y de otras unidades de la Wehrmacht. Seríamos aproximadamente entre 100 y 150. Recuerdo entre todos ellos a un legionario que hacia de escolta de Ezquerra, tenía la cara completamente tatuada y llevaba un enorme cinturón del Tercio con dos pistolas, una a cada lado. Años después, me contaron que murió sepultado entre las ruinas de Berlín”.

A mediados de abril de 1945 la Unidad Ezquerra entró en combate por primera vez, en Sttetin, donde defendió una cabeza de puente sobre el río Óder. Pero enseguida se le ordenó replegarse hasta Berlín. Los inconsistentes diques de contención puestos por el ejército alemán no tardaron en desmoronarse y un tsunami de hombres y armas procedente del Este anegó los alrededores de la capital alemana. El Segundo Frente Bielorruso al mando del general Rokossovski, el Primer Frente Bielorruso dirigido por Zhúkov y el Primer Frente Ucraniano de Kónev, además de una parte del renovado ejército polaco, más de dos millones de soldados, pusieron cerco al corazón del Reich.

Y después de haber padecido cuatro años de infames crímenes y brutales matanzas, lo hacían azuzados por acres proclamas: “¡Soldados del Ejército Rojo, ha sonado la hora de la venganza! ¡Lanzad la antorcha a la hoguera de Berlín! ¡Matad, matad, matad! ¡Violad, violad, violad! ¡Ningún alemán es inocente, ni siquiera los que todavía no han nacido!”, demandaba, por ejemplo, el escritor Iliá Ehrenburg (más lírico, la verdad, a su paso durante la Guerra Civil por Aragón, tierra a la que dedicó un sentido poema: “Será tu impulso, ¡corazón! / quemado y rojo Aragón...”).

Mientras miles de civiles buscaban refugio en el mar de escombros provocado por la aviación aliada, se atrincheraban los defensores: lo que quedaba de varias divisiones de las Waffen-SS y de la Wehrmacht, voluntarios extranjeros (nórdicos, holandeses, franceses, belgas...), policías y miembros de las Juventudes Hitlerianas y del Volkssturm, una milicia civil que incluía muchachos de escasa edad y ancianos. En total, unos 95.000 combatientes agotados, mal equipados y desorganizados.

El 20 de abril, día en que Hitler cumplía 56 años, la artillería soviética comenzó a bombardear Berlín y cuatro más tarde la ciudad quedó sitiada. Ya no había escape. Los distritos de la periferia fueron pronto ocupados, pero no así el centro, donde durante una semana se recreó el Averno.

Los enfrentamientos se libraban cuerpo a cuerpo, casa por casa, día y noche. La artillería destrozaba edificios y las ametralladoras acribillaban calles, puertas y ventanas despedazando a sus ocupantes. Los soviéticos avanzaban palmo a palmo a costa de enormes quebrantos humanos y materiales (se calcula que perdieron más de 350.000 soldados, entre muertos, heridos y desaparecidos, y unos 2000 carros de combate). Pero la salvaje carnicería, acompañada de violaciones, saqueos, ejecuciones y suicidios colectivos, también devastaba a los defensores.

La Unidad Ezquerra, complementada con los restos de un batallón letón, fue destinada al barrio gubernamental, el epicentro de la lucha. Estableció su cuartel en las ruinas del Ministerio del Aire y fue dispuesta como fuerza móvil. Si bien en poco tiempo no hubo frente ni posiciones estables, cada cual luchaba donde podía, estaba encargada de acudir con urgencia allí donde era requerida para intentar cerrar las brechas que los soviéticos abrían en su avance. Sus fusiles y sus “puños de hierro” o panzerfaust (lanzagranadas antitanque de un único uso) hacían estragos entre la infantería y los carros de combate T-34 enemigos. Sin embargo, después de cada “salida” el número de sus miembros se reducía.


Entre misión y misión se sucedieron los dos episodios que más suspicacias han levantado entre los especialistas. En el primero, durante un descanso, un alto oficial invitó a Ezquerra a que lo acompañara por un laberinto de túneles subterráneos que desembocó, nada más y nada menos, que en el búnker de Hitler. En él, el mismísimo Führer le otorgó la Cruz de Caballero y le ofreció la nacionalidad alemana, que tuvo que rechazar porque un español lo es hasta su muerte. Al acabar el acto, saboreó un té en compañía de Goebbels y el general Hans Krebs.

Según Ezquerra, este mismo general, Krebs, solicitó su presencia cuando fue a parlamentar con el ruso Vasili Chuikov, el defensor de Stalingrado, las condiciones de una posible rendición alemana. Pero éste sólo aceptaba el sometimiento incondicional, que fue rechazado.

No es del todo imposible que en medio de aquella dantesca locura las cosas sucedieran tal y como el oscense las narra, aunque el jerarca nazi pasó sus últimos días de vida “sedado” para evitar un colapso nervioso y es más que improbable que encontrara un rato para recibir efusivamente a un oficial menor, extranjero, y concederle la nacionalidad alemana. Y tampoco parece tener mucho sentido que Krebs le pidiese que lo acompañara en su misión, ya que apenas lo conocía y Ezquerra no hablaba ruso y se defendía con torpeza en alemán.

Además, la misión de Krebs tuvo lugar el 1 de mayo, sólo un día antes de la rendición definitiva, y fue ordenada por Goebbels tras el suicidio de Hitler. Pero el Führer en persona, según Ezquerra, fue quien más tarde dictó que su Unidad ayudara a las que intentaban romper el cerco por el Norte de la ciudad para abrir una vía de escape.

Fuera quien fuera la persona que dio dicha orden, si es que ésta existió, lo cierto es que los hombres de Ezquerra que quedaban, muchos heridos y todos extenuados, se embarcaron en una huida desesperada, visto que todo estaba perdido y que las nuevas armas maravillosas (Wunderwaffen), que a última hora iban a revertir la situación según los más fanáticos, eran fruto de la fantasía.

Al intentar atravesar un puente cubierto de restos humanos y barrido sin cesar por las ametralladoras soviéticas, el grupo se deshizo. Sólo Ezquerra y tres compañeros lograron franquearlo. Poco después, ya sólo quedaban dos, Ezquerra y un sargento llamado Juan Pinar, quien optó por buscar la salvación por su cuenta (y que años más tarde, tras ser liberado por los soviéticos, se atribuiría la jefatura del grupo de combatientes españoles en Berlín). Al resto se le perdió la pista (alguno pudo escapar, pero casi todos murieron en la pelea, fueron fusilados o hechos prisioneros).

Tras enterarse del suicidio de Hitler, Ezquerra fue detenido e incorporado al torrente de cautivos que los vencedores conducían a pie hacia el Este. Al paso de su convoy por Polonia, una noche, entre Ezquerra y varios compañeros lograron matar a un guardia y fugarse. Decidieron separarse y se confundieron en el babélico caos de refugiados, deportados, exreclusos liberados y militares desmovilizados que, por miles, atravesaban Europa en distintas direcciones.

Ezquerra regresó a Berlín, convertido en una pira funeraria, y con ayuda de una amiga falsificó un documento de identidad argentino en el Instituto Iberoamericano, ya desmantelado (los von Faupel se habían suicidado). Con él, consiguió que los soviéticos lo evacuaran al sector británico de la ciudad, desde donde se trasladó a Bélgica haciéndose pasar por refugiado y, de allí, a París.

Los exiliados españoles de la ciudad lo conocían, por lo que tuvo que andar con pies de plomo. Tras fracasar en su intento de embarcarse hacia América, un antiguo camarada le prestó su documentación. Con ella viajó hacia el Sur en tren, a pie y en una bicicleta que robó hasta que, por fin, alcanzó la frontera española. Y ahí termina su relato.

De su vida posterior poco se conoce. Javier Nart lo entrevistó para la revista Interviú en 1982 y en el diálogo que mantuvieron trazó una trayectoria vital, después de su llegada a España, poco creíble. Aseguraba que al poco tiempo había sido requerido por el Servicio Secreto español. Luego se alistó en la Legión Extranjera francesa, con la que operó como agente doble para los españoles en Marruecos y estuvo en Vietnam. La abandonó y fue contratado por el dictador dominicano Leónidas Trujillo para adiestrar la “Legión Anticomunista del Caribe”. Como no le gustó lo que vio, se marchó a Brasil y Paraguay, donde contactó con antiguos nazis. En ese último país dirigió una concesión maderera que fracasó y, tras residir en Chile y Argentina, regresó a España.

En esa entrevista también afirmaba haber hablado en Sudamérica con Martin Bormann, el temible secretario personal de Hitler. Hoy se sabe seguro (por pruebas de ADN hechas a sus restos) que, como declaró un testigo, había muerto el 2 de mayo de 1945 al intentar huir de Berlín.

Como se ve, las lindes entre los recuerdos de Miguel Ezquerra y sus fabulaciones eran sumamente porosas. Pero no por ello todo lo que cuenta es falso. El núcleo central de sus memorias parece ser real, si bien la mayoría opina que las “enriqueció” de forma innecesaria, para darse importancia. No obstante, cuando publicó su libro todavía vivían muchos de sus compañeros de armas. Y nunca nadie lo desmintió ni lo acusó de fraude.

Miguel Ezquerra Sánchez falleció en octubre de 1984 en Madrid y está enterrado en el cementerio de La Almudena, en el panteón que guarda los restos de los veteranos de la División Azul.

Para saber más:
-ANSUÁTEGUI, Antonio (seudónimo de Francisco F. Mateu): Los últimos cien días de Berlín, Barcelona, Mateu, 1945.
-BEEVOR, Antony: Berlín, la caída. 1945, Barcelona, Crítica, 2002.
-EZQUERRA, Miguel: Berlín, a vida o muerte, Barcelona, Acervo, 1975.
-NART, Javier: “El jefe español de las SS”, en Interviú, 10-16 de noviembre de 1982.
-PUENTE. Moisés: Yo, muerto en Rusia (Memorias del alférez Ocañas de la División Azul), Madrid, San Martín, 2003.
-SANZ JARQUE, Juan José: Del Ebro a Volchof (3 vols.), Madrid, Actas, 2010-2012.
-VADILLO, Fernando: Los irreductibles, Alicante, García Hispán, 1993.
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