viernes, 19 de diciembre de 2014

Maximino Cano Gascón, un maestro de la República en Las Hurdes

El 14 de abril de 1931 se proclamó la II República en España en medio de una esperanzada alegría general. Entre sus máximas prioridades figuró la de sacudir con fuerza el carcomido sistema educativo vigente y proporcionar al país una escuela obligatoria, pública, laica, mixta y moderna que le permitiera alcanzar el progreso económico, social y cultural que disfrutaban otras naciones europeas.

En España, hasta entonces, enseñar era penar. Quien lea las memorias del maestro oscense Valero Almudévar, activo en la segunda mitad del siglo XIX, podrá advertir cuán ardua era la tarea en el mundo rural. Funcionarios municipales recaudaban su escuálido salario entre los padres de los alumnos, en su mayoría sumidos en la indigencia. Muchos no podían satisfacer las demandas económicas por exiguas que fuesen y, a su vez, no entendían para qué debían aprender a leer o escribir sus hijos, pues para empuñar la hoz o apacentar ovejas no era necesario, incluso estorbaba. Así, había meses en que no se conseguía reunir la paga o se vivían auténticos motines populares.

Toda actividad docente se encontraba, además, tutelada por los caciques locales y por la Iglesia. Sin su visto bueno resultaba imposible emprender tarea alguna. No hay que olvidar que el último ejecutado por una Junta de Fe, hijas postreras de la Inquisición, había sido un maestro de primeras letras. Cayetano Ripoll no comulgaba con algunos dogmas católicos, se resistía a salir de su casa para presentar sus respetos al paso de la procesión y se le vio comer carne un Viernes Santo. No contento con eso, llevó a sus alumnos algún domingo al campo para observar la naturaleza sin que hubieran oído misa. Tal comportamiento, intolerable según el arzobispo de Valencia, merecía un castigo ejemplar. Y tras dos años encerrado en una mazmorra, fue ahorcado con asistencia de numeroso público en julio de 1826. Su cadáver fue metido en un barril pintado con llamas infernales y enterrado en un paraje apartado. Y de eso no hacía tanto tiempo.

Urgía, pues, impulsar un giro copernicano a la situación y los primeros Gobiernos de la República se pusieron manos a la obra sin pérdida de tiempo. Se proyectó la creación de nada menos que 27.000 escuelas de primaria (se calcula que más de un millón de niños estaban sin escolarizar y que el porcentaje de analfabetos superaba el 50% de la población) y se declaró no obligatoria la instrucción religiosa. Al mismo tiempo, con el sello de la Institución Libre de Enseñanza, se potenciaron las colonias escolares de vacaciones y se pusieron en marcha las Misiones Pedagógicas, alimentadas por voluntarios, que llevaron a recónditas poblaciones lectura, música, teatro, cine y arte.

Uno de los cambios más radicales consistió en dignificar la figura del maestro, cuya formación solía ser casi tan parca como magro su sueldo. A los aspirantes a ejercer el Magisterio se les exigió tener completo el bachiller antes de matricularse en las Escuelas Normales, en las que se instruían y donde comenzaron a disfrutar de un último curso con prácticas remuneradas. Se garantizó e incrementó su retribución, y se multiplicaron los cursos de reciclaje, en los que podían conocer de primera mano novedades didácticas.

Maximino Cano Gascón llevaba ya muchos años en la docencia cuando todas esas innovaciones pusieron del revés la escuela tradicional. Pero, como se verá, formó parte de las hornadas de vocacionales veteranos que renunciaron a la comodidad de la costumbre y abrazaron, plenos de optimismo y entusiasmo, el embate renovador. Había nacido en 1892 en Huesca, como hijo natural de un viudo pudiente. En 1910 obtuvo el título de maestro y enseguida comenzó a ejercer en pequeñas localidades aragonesas. Primero en Maleján, a los pies del Moncayo, y, más tarde, en distintos enclaves oscenses.

Durante sus primeros años de profesión combinó su quehacer cotidiano con su apego por la literatura. Se enfrascó en la redacción de una novela, que nunca terminaría, y en 1920 editó un librito de poemas y narraciones breves de resonancias modernistas, El primer amor. Lo más valioso de la publicación hay que buscarlo en su portada, pues revela su relación con el ilustrador, Ramón Acín, un artista, escritor, pedagogo y político cuyo generoso influjo marcaría de forma imborrable a varias generaciones de oscenses. No se conocen los vínculos que ligaban a Cano con un Acín sólo cuatro años mayor, aunque ya profesor en la Escuela Normal de Maestros de Huesca. Sin embargo, haberlos los hubo y tal vez se hallen en la base de episodios ocurridos años más tarde.



Tras unos apacibles cursos, desavenencias familiares, en concreto disputas por la herencia tras la muerte de su padre, movieron a Maximino a soltar amarras y solicitar empleos en poblaciones alejadas de su ciudad natal, en la que no volvió a residir. Y, de este modo, inició un rodar que le llevó a impartir docencia en Campillos (Málaga), Sanlúcar la Mayor (Sevilla), Caravaca de la Cruz (Murcia) y el pueblo turolense de Lechago. En los primeros meses de 1930 su peregrinar hizo escala en un destino que le marcaría de por vida. Pasó a dirigir la escuela de una alquería perdida, llamada La Huerta y enclavada en una de las más aisladas y paupérrimas comarcas del país, Las Hurdes.

Las Hurdes había saltado a las páginas de los periódicos unos años antes de la mano de Maurice Legendre, director de la Casa de Velázquez, un centro cultural francés abierto en Madrid. Este hispanista, intrigado por la existencia de una Peña de Francia en el interior peninsular, en tierras salmantinas, con un santuario donde se veneraba una Virgen hallada por un devoto francés en la Edad Media, se animó a conocerla en el verano de 1909. Ferviente católico, tanto el paisaje como el oratorio le cautivaron y desde entonces visitó el lugar con asiduidad.

En 1912, acompañado por un guía local, descendió algo más de lo habitual por las estribaciones meridionales de la Peña, hasta adentrarse unos kilómetros en el extremo norte de la provincia de Cáceres, en Las Hurdes. Y allí descubrió algo que lo sobrecogió. Una serie de pequeñas aldeas tachonaban un agreste rincón. Sus pobladores sobrevivían a duras penas, abandonados a su suerte. Nunca había visto nada igual. Atroz miseria en toda su desnudez. Le pareció haber dado un salto en el tiempo hasta un pasado remoto, excluido por completo de cualquier rasgo de civilización.

A su regreso a Madrid, profundamente turbado, inició una campaña para llamar la atención de la opinión pública sobre esas gentes y las deplorables circunstancias en que discurría su vida, castigada por el hambre, el paludismo y el bocio, males endémicos. En 1914 recorrió la zona en compañía de Miguel de Unamuno y en 1922 hizo lo propio con otro de sus amigos, Gregorio Marañón, quien encabezó una comisión sanitaria. Tanto ruido armó que, en junio de ese último año, hasta el mismo rey, Alfonso XIII, viajó hasta allí, en una excursión más propagandística que otra cosa. Cuando el séquito, las comitivas y los periodistas desaparecieron, todo continuó igual, inmutable.

No en vano, con Maximino Cano ya instalado allí, la comarca fue elegida como sede de terrible destierro por las autoridades republicanas. A ella fue a parar durante diez meses, entre mayo de 1932 y marzo de 1933, José María Albiñana, el creador del Partido Nacionalista Español, de corte fascista, incansable instigador de algaradas e insurrecciones (y en 1967, en tiempos de Franco, acogería al secretario general de la UGT, Nicolás Redondo). Tras su estancia, escribió un libro, Confinado en Las Hurdes, donde describía el lugar como “un puñado de chozas miserables, levantadas sobre estiércol secular, una breve humanidad enferma y harapienta, una promiscuidad repugnante de sexos y especies animales”.

En esas mismas fechas, en abril y mayo de 1932, Luis Buñuel rodaba, en compañía, entre otros, de Ramón Acín y Rafael Sánchez Ventura, su célebre documental Las Hurdes. Tierra sin pan. Con una estudiada puesta en escena, denunciaba su atraso, su centenario desamparo y la dejadez institucional. El crudo testimonio social del cineasta aragonés escandalizó a espectadores y atizó conciencias en varios continentes.

Pues bien, en ese entorno extremo, en "el fin del mundo", Maximino Cano inició una aventura educativa que sólo se puede calificar de asombrosa en compañía de José Vargas Gómez, originario del pueblo murciano de Abarán, responsable de la cercana escuela de Caminomorisco. Con el fin de dotar de humanidad y dar una oportunidad y un porvenir a unos niños condenados de antemano por todo y por todos, ambos maestros decidieron poner en práctica un sistema de enseñanza pionero en Europa.

Y, sin dejarse intimidar por las penosas condiciones en las que se desenvolvían sus alumnos, sucios, descalzos, mal vestidos y peor alimentados (la anemia y la tuberculosis eran habituales entre ellos), aplicaron en sus colegios las innovadoras teorías del pedagogo francés Célestin Freinet, basadas en la experimentación, el contacto con la realidad circundante y el trabajo en equipo como instrumentos básicos de educación.


Tras intentar paliar, en la medida de lo posible, las carencias materiales más acuciantes (se crearon un comedor escolar, aseos y un ropero, y las Misiones Pedagógicas llevaron libros), ambos maestros abandonaron el recitado de lecciones en voz alta, de memoria, por parte de monótonos coros infantiles en favor de actividades más ilustrativas y participativas. Cuando no se daban largos paseos por el campo para estudiar el medio natural, las plantas y los animales, se observaban con atención las labores de los adultos, se organizaban talleres de manualidades, se aplicaba el cálculo a problemas cotidianos o se redactaban textos de tema libre para exponer y debatir en clase. Un objetivo siempre presente fue el de armonizar el cuidado de los materiales, el respeto por los otros y la responsabilidad con una formación lúdica y amena, para engañar lágrimas y lástimas. La educación sin alegría es una educación a medias.

Con dinero de sus débiles bolsillos, los docentes compraron pequeñas imprentas con el fin de que los chavales las manejaran y publicaran sus propios trabajos en periódicos escolares. En abril de 1933 aparecía el primer número de Ideas y Hechos, en Caminomorisco, y sólo unos días después lo hacía el ejemplar inicial de Niños, Pájaros y Flores, en La Huerta (este último adornado con pajaritas, ¿un guiño a Ramón Acín y Huesca?). Los logros y experiencias se pusieron en común con otros colegios, hasta del extranjero. Se mandaron a centros mexicanos, uruguayos, franceses y belgas plantas disecadas, dibujos, cuentos oídos o inventados, sellos, etc. Cuando era necesario, los niños escribían en castellano pero dejaban espacios en blanco donde el maestro traducía el texto al francés. Y el mismo sistema empleaban los franceses y belgas en sus respuestas.

¡¡¡Y todo eso se hacía desde uno de los lugares más desventurados y míseros del país, Las Hurdes, a comienzos de los años 30!!! Una comarca de la que Marañón había llegado a decir: “contemplando aquellas viviendas y aquella pobreza inconcebible, se comprende que ciertas normas éticas que parecen fundamentales en la vida espiritual de los pueblos han de ser allí lujos exquisitos que no hay derecho alguno de exigir”.

No se sabe con certeza a cuál de los dos maestros correspondió la iniciativa de introducir los métodos freinetianos, pero su trabajo fue de los más tempranos en España. Entre los primeros promotores de Freinet en territorio patrio figura Jesús Sanz Poch. Becado en el Instituto Rousseau de Ginebra, supo de sus teorías de primera mano y las dio a conocer en la Escuela Normal de Lérida. Allí coincidió con un inspector de enseñanza primaria, Herminio Almendros (padre del prestigioso director de fotografía Néstor Almendros, exiliado y ganador de un Óscar), quien las divulgó por los pueblos a su cargo y, desde el curso 1931-1932, también por los de la provincia de Huesca, a la que fue trasladado. En la capital oscense, Almendros intimó con Ramón Acín, cuyas hijas, Katia y Sol, abandonaron la escuela oficial para recibir clases particulares de la esposa del primero, María Cuyás, de acuerdo a los postulados freinetianos.

Quizá Cano y Acín mantuvieran la relación y se intercambiaran información. O tal vez el freinetismo llegó a Las Hurdes por otras vías, gracias a contactos y experiencias previas de José Vargas o a través de libros y revistas especializadas. El caso es que desde Las Hurdes se extendió a otras zonas de Extremadura, pues Maximino Cano fue trasladado en septiembre de 1933 a Montijo, una población mayor, en la provincia de Badajoz. En Montijo aparecieron dos periódicos escolares, Floreal (de igual título que una revista editada por Acín) y Alborada, y sus centros educativos se convirtieron en referente para muchos otros. En poco tiempo, casi una treintena de maestros bebieron de ese manantial, cada vez más fecundo.

Pero en el verano de 1936 las fauces del infierno se abrieron en España y todo lo engulleron. En agosto, los militares alzados ocuparon la región y pisotearon cualquier atisbo de pedagogía moderna. El apocalipsis se llevó por delante, de golpe, lo hecho hasta entonces. La represión fue brutal. Aunque la gran mayoría nunca había alzado un arma ni hecho mal a nadie, los maestros fueron considerados peligrosos. Quien controla la educación, controla el futuro. Muchos, entre ellos varios freinetianos, fueron detenidos y ejecutados en los primeros días de la contienda, sin esperar a ningún juicio. Y otros muchos, hombres y mujeres, fueron a parar a prisión, de donde no todos saldrían con vida, pues se habían convertido en el "enemigo", como aseguraba José Pemartín, dirigente destacado del nuevo Ministerio de Educación Nacional: "Tal vez un 75 por ciento del personal oficial enseñante ha traicionado —unos abiertamente, otros solapadamente, que son los más peligrosos— la causa nacional".

Maximino fue encarcelado, acusado de sindicalista y espía. Tenía una imprenta, con la que podía elaborar propaganda subversiva, y una radio (era un gran aficionado a montar radios y lo hacía en clase con sus alumnos), con la que podía escuchar emisoras enemigas. Además, se señaló que viajaba mucho a Las Hurdes, quizá para informar de movimientos de tropas. La verdad es que de ahí era la familia de su mujer, pues se había casado con una muchacha del lugar durante su estancia (su esposa y un hijo fallecerían durante la guerra), y la pareja hacía frecuentes visitas.

Al final, logró sortear la muerte, pero tuvo que pasar por un duro proceso de depuración y fue suspendido durante un tiempo de empleo y sueldo. En su favor influyeron de forma definitiva el enérgico testimonio del párroco de Caminomorisco y la solicitud de los vecinos y del alcalde de La Huerta, que lo recordaban con devoción, para que volviera a ejercer allí. Y eso fue lo que hizo, una vez libre.

Sin embargo, ya nada fue lo mismo. Tuvo que embridar sus ansias renovadoras y la pedagogía vanguardista acabó desechada para siempre. Y lo mismo le ocurrió a José Vargas, quien había regresado a su Abarán natal en 1934. Con una familia a su cargo e informes negativos del cura de su pueblo en el juicio a que fue sometido tras la victoria de los sublevados, no le quedó otro remedio que afiliarse a Falange como último recurso para sobrevivir.

La enseñanza en la España de Franco, liberada de malsanas doctrinas extranjeras, volvió a manos de la Iglesia católica. Se decretó la obligatoriedad de conocer de memoria el catecismo escrito por el turolense Jerónimo Martínez de Ripalda a finales del siglo XVI. En el Ripalda “modernizado” se podía leer: “¿Hay otras libertades perniciosas? Sí señor, la libertad de enseñanza, la libertad de propaganda y de reunión. ¿Por qué son perniciosas esas libertades? Porque sirven para enseñar el error y propagar el vicio”. Y el primer ministro de Educación de la posguerra, el también turolense José Ibáñez Martín, afirmó: “lo verdaderamente importante desde el punto de vista político es arrancar de la docencia y de la creación científica la neutralidad ideológica y desterrar el laicismo, para formar una nueva juventud poseída de aquel principio agustiniano de que mucha ciencia no acerca al Ser Supremo”.


















Maximino regresó a La Huerta en 1940, viudo y con tres hijas. Allí se volvió a casar y tuvo más descendencia. En 1946 se trasladó a Asturias, sin hacer mucho ruido. Primero dio clase en la escuela de Miranda y, más tarde, en la de Figueredo. Concluyó su carrera en tierras castellanas, Villadepalos y Medina de Rioseco, hasta su jubilación en 1958. Murió en Ponferrada, donde está enterrado, en 1973.

Hoy nadie lo conoce en su Aragón natal, ni tampoco sabe nada de su prodigiosa empresa en tiempos de la República. Y es una pena. Si alguien le prestara alguna atención, quizá se pudieran resolver las muchas incógnitas aún existentes. ¿Qué relación le unía a Ramón Acín? ¿El foco pedagógico aragonés influyó de alguna manera en el extremeño, o viceversa? ¿Tuvo algo que ver en la decisión de Buñuel y Acín de rodar en Las Hurdes? ¿Visitó el rodaje?

En un presente que sonroja y envilece, en el que la educación pública vuelve a ser ninguneada, con menos presupuesto y profesores para "ahorrar", en el que resurge la asignatura de Religión y desaparece la de Educación para la ciudadanía porque adoctrinaba (sic) —con lo provechosa que les hubiese sido a esos que acaparan bienes de forma compulsiva en supuestos paraísos—, la figura de Maximino Cano y su quijotesco ejemplo deberían ser un espejo en el que mirarnos. Porque él creyó que otra educación era posible, es decir, que otro futuro era posible.


Para saber más:
-Almudévar, Valero: Páginas originales (memorias de un maestro de escuela), Huesca, Museo Pedagógico de Aragón, 2010 (ed. facsímil).
-García Madrid, Antonio: Freinet en Las Hurdes durante la Segunda República: los maestros José Vargas Gómez y Maximino Cano Gascón, Mérida, Editorial Regional de Extremadura, 2008.
Un ejército de maestros: experiencias de las técnicas de Freinet en Castilla y Extremadura (1932-1936), Salamanca, Universidad Pontificia, 2009.
-Gertrúdix, Sebastián: Simeón Omella, el maestro de Plasencia del Monte, Zaragoza, Gobierno de Aragón-CAI, 2002.
-Hernández Huerta, José Luis: La influencia de Célestin Freinet en España durante la década de 1930, Villares de la Reina (Salamanca), Anthema, 2005.

martes, 4 de noviembre de 2014

Antonio Serón, el Virgilio bilbilitano

En el otoño de la Edad Media obras literarias, filosóficas y científicas nacidas en Grecia y Roma durante la Antigüedad lograron saltar las tapias de los monasterios donde habían sobrevivido atrincheradas más de mil años y ayudaron a los europeos a dulcificar la asfixiante omnipresencia de la Iglesia y alumbrar una nueva concepción de la existencia.

Ese revivir de la cultura clásica, el llamado Renacimiento, surgió en la península Itálica, ya que allí su poso era mayor, y se extendió con rapidez por toda Europa con el eficaz apoyo de la imprenta.

La imparable marea empapó a infinidad de literatos aragoneses, oscurecidos en nuestros días, a pesar de su valía, por los vaivenes de la historia y el brillo de sus contemporáneos castellanos. Uno de los más desconocidos de entre esa pléyade de desconocidos se llamó Antonio Serón, nació en Calatayud y fue poeta.

Lo único que se conoce de su biografía es lo que él mismo cuenta en su obra, de forma subjetiva, fragmentaria y sin preocuparse por la exactitud de los detalles. A eso hay que sumar que en esos poemas donde esboza episodios de su azarosa existencia se desdibujan las lindes entre experiencias vividas y ficción alegórica. Su vida se presenta como un relato de aventuras en verso poblado de dioses y criaturas mitológicas, por el que asoman taimados leguleyos, escritores de renombre, sanguinarios piratas, odaliscas de harén, obispos y reyes. Y en él no se sabe a ciencia cierta dónde acaba la realidad y dónde comienza el recurso literario.

Pero, aunque la trayectoria vital que traza, veraz o fantástica, resulte hoy asombrosa, no fue tan excepcional para su tiempo. De hecho, preludia la de Miguel de Cervantes pues, al igual que el universal creador del Quijote unas décadas más tarde, parece ser que Serón conoció traiciones, pobreza, batallas navales, esclavitud, redención, prisiones y destierros, antes de recibir la visita, al final de sus días, de la fama y los laureles.

En los manuales de literatura es habitual fechar el origen del Renacimiento en España a comienzos del siglo XVI e, incluso, considerar que la chispa prendió cuando el embajador de Venecia, Andrea Navagero (quien, por cierto, tras su visita a Zaragoza la consideró una “ciudad bellísima”, meritorio elogio en boca de un veneciano), convenció a Juan Boscán, en una tertulia mantenida en los jardines de la Alhambra en 1526, de que en sus poemas adoptase los metros del dolce stil novo, de moda en Italia.

Sin embargo, en la Corona de Aragón temas y composiciones habituales en la cultura grecorromana, así como nuevas formas poéticas, se iban abriendo paso desde mucho antes. En 1443 el soberano aragonés Alfonso V, tras lustros de combates en la zona, decidió establecer su Corte en Nápoles. Este monarca, entusiasta protector de las artes, se rodeó de un amplio séquito de humanistas entre los que sobresalieron Lorenzo Valla, Antonio Beccadelli (el Panormita), Jorge de Trebisonda y Giovanni Pontano. En Nápoles, todavía en el siglo XV, se llevaron a cabo traducciones de autores griegos y romanos, además de gestarse el Cancionero de Estúñiga, que reunió creaciones de rapsodas aragoneses, catalanes, valencianos, baleares y castellanos, junto a las de italianos.

Uno de ellos, el aragonés Juan de Villalpando, fue el primero de quien se tiene noticia en llevar al papel sonetos en castellano, si bien con versos de doce sílabas. Un poco después lo haría Íñigo López de Mendoza, el famoso marqués de Santillana, quien se crió literariamente en la Corte aragonesa. Estuvo al servicio de Fernando I y, después, ocupó el cargo de copero de su hijo, Alfonso V. Vinculado durante largo tiempo a los hermanos de este último (los infantes de Aragón evocados por Jorge Manrique: ¿Qué fue de tanto galán / qué de tanta invención / como trajeron?) y admirador confeso de Petrarca, en sus coplas “fechas al itálico modo” adoptó ya el endecasílabo, abriendo la puerta de ese modo a poetas posteriores como Garcilaso, cuya primorosa lírica nunca hubiera sido la que fue sin sus dos estancias en el reino de Nápoles (en 1522-1523 y en 1533).

El precoz “sabor a Italia” de raíz napolitana pronto tomó cuerpo en tierras aragonesas gracias a la proliferación de academias de humanidades (studi humanitatis). Frente a la enseñanza escolástica de las Universidades medievales, en poblaciones como Zaragoza, Uncastillo, Daroca, Calatayud y Alcañiz, se empezó a impartir una nueva educación, requerida por los dirigentes del naciente Estado moderno (regidores, legisladores, diplomáticos, docentes, funcionarios, etc.), que ponía un particular acento en el estudio de las lenguas y las letras clásicas.

En una de esas academias, en el colegio de los jesuitas de Calatayud (sobre su solar se levanta hoy la iglesia de San Juan el Real, con pinturas atribuidas a Goya), Antonio Serón aprendió latín, así como rudimentos básicos de Gramática, Retórica y Poética, bajo la atenta guía de Juan Franco. Su padre ocupaba el puesto de vicario en la administración ciudadana y había puesto un interés especial en su educación desde que vino al mundo en una fecha incierta, ya avanzado el siglo XVI.

Un temprano e inconveniente enamoramiento, junto a la inestabilidad política y el clima viciado que reinaban en la localidad, que se vio sacudida entre 1517 y 1522 por sangrientas refriegas armadas entre la nobleza y grupos de agricultores, artesanos y comerciantes (descritas por Serón con un tono homérico), movieron a su progenitor a enviarlo a Valencia para continuar con su formación. En la capital del Turia tuvo como maestro a Juan Ángel González y coincidió con otros poetas que ejercieron una notable influencia en sus composiciones, entre ellos Jaime Juan Falcón, quien mantendría ásperas disputas con otro humanista aragonés, el alcañizano Juan Lorenzo Palmireno.

Su plácida vida de estudiante junto al Mediterráneo, que añoró luego en sus rimas, se derrumbó cuando, al regresar a Calatayud para poner en orden los temas de la herencia tras el fallecimiento paterno, advirtió con estupor que el albacea testamentario, el jurisconsulto Antonio Calvo, le había desposeído de forma arbitraria de los bienes en depósito y que quedaba poco menos que en la indigencia (tal vez por ostentar la condición de hijo natural). Y después de acudir sin éxito a los tribunales y ver que vecinos y antiguos amigos le daban la espalda, se vio obligado a abandonar su ciudad natal sin recurso alguno.

Hay quien piensa que se alistó entonces en el ejército de Carlos I. No era raro en la época alternar la pluma y la espada, ya se tratara de miembros de la Corte, como los citados Jorge Manrique y Garcilaso (ambos fueron heridos de muerte en combate), o de figuras más alejadas del poder, como Cervantes, que perdió el uso de una mano en Lepanto tras recibir un disparo de arcabuz. Sin embargo, es más que probable que Serón, de haber participado en alguna campaña militar lo hubiese hecho constar en sus escritos (una vez magnificada e idealizada su intervención), donde encuentra un hueco todo suceso excepcional que vivió.

Él sólo señala que cuando todavía no había cumplido los treinta años y se dirigía hacia Italia por mar, su embarcación fue abordada por el corsario otomano Dragut, sobrenombre dado al célebre Turgut o Turgut Reis (reis significa almirante). Los turcos lo consideran, aún hoy en día, uno de sus grandes héroes. Le han dedicado una imponente estatua en Estambul y su localidad natal, en la costa de Anatolia, lleva con orgullo su nombre. Los españoles, por el contrario, lo tenían por un personaje abominable, de legendaria ferocidad, y así aparece retratado, por ejemplo, en Los trabajos de Persiles y Segismunda, novela cervantina en la que “azota a los remeros cristianos con el brazo muerto de otro cristiano cautivo”.

Lo cierto es que, en 1540, cuando apenas llevaba unos años surcando los mares, el navegante turco había sido apresado por Gianetti Doria, sobrino del almirante genovés Andrea Doria. Y pasó una larga temporada esclavizado como galeote o encadenado en una sucia mazmorra, una humillación que no ayudó a incrementar su afecto por los cristianos. No fue liberado hasta 1544, por Jeireddín Barbarroja, a quien sucedería en el mando de la flota corsaria, una vez satisfecho un descomunal rescate que los genoveses se vieron obligados a aceptar cuando 250 naves turcas pusieron cerco a su puerto.

Dragut no solía matar a sus “presas”, pues prefería obtener de ellas un beneficio económico. Llevó a Serón y al resto de sus compañeros a Estambul. Y allí fue vendido ante las puertas de la antigua basílica de Santa Sofía, reconvertida en mezquita, a un rico amo, quien lo puso al servicio de una de sus siete esposas, “blanca de piel, delgada, alta, de rostro apacible, ojos verdes, hermosa de cara, de seno redondo”.

Ésta, desatendida por un marido que sólo le dedicaba un día a la semana, según riguroso turno, se prendó del poeta (como Dido de Eneas). Los iniciales requerimientos de su dueña: “Tú eres mi dulce amor, tú mi placer exquisito, yo tu sierva, tú mi señor” no tardaron en convertirse en amenazas: “Créeme, en tus manos está tu vida. Volverás libre a España. Si desprecias mi amor, serás siempre mi esclavo”. Y ante tal disyuntiva, alguien que “no era tan ignorante en las cosas del amor”, alguien a quien “muchas veces habían solicitado mujeres hermosas”, ¿qué podía hacer?, “ni podía librarme de la esclavitud, ni ver en parte alguna ninfas tan propicias. El amor me conturbaba pues ¿quién ante una mujer así, joven y hermosa, que vencería a los brillantes del cielo, resistiría insensible y no respondería a la amante?”.

Rendido a los deseos de su propietaria, la muelle “esclavitud” de Serón (nada que ver con el terrible cautiverio de Cervantes en Argel años después) se prolongó durante un tiempo en una de las ciudades más fascinantes del mundo en aquel momento. Bajo el dictado de Solimán el Magnífico, la capital otomana vivía un apogeo político y cultural que dejaría huellas indelebles. Pero, con el correr de los meses, el aragonés comenzó a echar de menos su tierra y, sobre todo, su condición de poeta, pues había abandonado cálamo y tintero. Letraherido, convenció a un mercader veneciano para que le ayudara a huir. Y escondido en su navío pudo alcanzar la costa italiana.

Visitó Roma y poco después se instaló en Borja, bajo la protección del turiasonense Carlos Muñoz Serrano, clérigo y alto funcionario real que acabaría de obispo de Barbastro y a quien Serón dedicó varios poemas. El giro dado allí a su vida fue definitivo. Según cuenta, en un sueño se le apareció la Virgen y le aconsejó abandonar su sempiterno vagar y sus liviandades de juventud, además de vestir cogulla, ser morador del Carmelo y conducir el rebaño a “conocidos rediles” y “abrigadas sombras”.

Su vida conventual, sin embargo, resultó bastante efímera. Un sacerdote lo acusó de impío, disoluto, lascivo y hechicero (preparador de sortilegios amatorios) ante el obispo de Tarazona, Juan González de Munébrega, quien compatibilizaba ese cargo con el de inquisidor de Sevilla, donde fue flagelo de erasmistas y librepensadores durante décadas. Y, pese a proclamar su inocencia, acabó en un calabozo hasta oír la definitiva sentencia: destierro de la diócesis.

Inició en aquel momento un prolongado errar que le llevó, como profesor de Gramática y Retórica, a un sinfín de poblaciones de Andalucía, Castilla y Galicia, en ocasiones en condiciones de extrema precariedad. Hasta que a comienzos de la década de 1560 fue coronado por Felipe II con el título de “poeta laureado” (al parecer, a petición de las autoridades literarias de Calatayud). Gracias a ese galardón, su prestigio se incrementó de forma considerable y fue invitado a impartir docencia en Huesca, Zaragoza y Lérida, ciudad esta última donde se pierde su rastro alrededor de 1568.

Antonio Serón fue un poeta bastante prolífico. Sus obras llaman la atención por su estilo elegante, de métrica pulcra y precisa, y no pocos pasajes de notable inspiración, que hunden sus raíces en la poesía latina de tiempo de Augusto, una edad áurea marcada por autores de la envergadura de Virgilio, Horacio y Ovidio. Pero su característica más reseñable es que todas ellas están escritas en latín clásico. La zambullida en la Antigüedad alcanzó en Aragón tal profundidad que muchos de sus literatos sólo se expresaron en dicha “lengua muerta”. En ese terreno, en cantidad y en calidad, las letras aragonesas deslumbraron como ningunas otras durante todo el siglo XVI.

Su proyecto más ambicioso cristalizó en un extenso poema épico, en tres libros, Aragonia, en el que evoca la historia de Aragón, desde sus legendarios orígenes hasta la elección del conde barcelonés Ramón Berenguer como marido de Petronila, la única hija de Ramiro II el Monje. Su reconocible ideal se encuentra en la mítica fundación de Roma narrada por Virgilio en La Eneida. Y como el padre literario del héroe troyano, Serón sacrificó el rigor histórico en aras de la belleza poética, al contrario que su contemporáneo Jerónimo Zurita, quien en esa misma época hilvanaba sus Anales de la Corona de Aragón.

Además de ese magno texto, al que dedicó sus mayores afanes y tiempo, Serón escribió una serie de poemas de carácter narrativo o descriptivo, en su mayoría silvas y elegías (en la literatura latina, elegía es una composición que alterna un verso hexámetro y otro pentámetro, asociada a temas amorosos, lejos del luctuoso sentido actual). Se sirvió de ellos para dar a conocer líricamente fragmentos de su biografía, pero también para elogiar a algunos autores de su siglo, como Nebrija o Diego Ramírez Pagán (“el segundo Ovidio”), a quien debió de conocer en Valencia, así como para reprender a otros, en particular al navarro Jerónimo de Arbolanche, censurado asimismo por Cervantes en su Viaje al Parnaso.

Su crítica se convierte en social cuando recorre el infierno acompañado por su admirado Virgilio, tal como Dante en la Divina Comedia. Allí observa los tormentos que padecen politeístas, mahometanos y herejes, pero también cómo penan jueces venales, abogados codiciosos y eclesiásticos ávidos de poder o mujeriegos.

En uno de sus poemas más estimados describe la Calatayud de su niñez. Pocas ciudades españolas, si es que hay alguna, tienen la suerte de contar con un testimonio de primera mano de muchas de sus antiguas calles y de las gentes que las habitaban, ya que el poeta recorre las vías urbanas y detalla quiénes eran sus moradores, con nombres y apellidos, qué negocios las dotaban de vida y los festejos que en ellas se celebraban.


Y en dos cuestiones de interés se tiene a Serón por pionero. Fue el primero en versificar la historia de amor de Isabel de Segura y Juan Martínez de Marcilla, los “Amantes de Teruel”, cuyas supuestas momias fueron halladas en 1555. Y también aparece como precursor en el uso del gentilicio “bilbilitano”, que terminó imponiéndose con el tiempo a calatayubí o calatayucense, hasta entonces en uso.

Su pluma estuvo siempre guiada por “Cintia”, denominación que da a su musa. Se trata del mismo alias que Sexto Propercio, poeta latino contemporáneo de Augusto, empleó para enmascarar a su amada. E igualmente puso título a una colección de versos, Cintia, historia de dos amantes, firmada por uno de los más notables humanistas del siglo XV europeo, Eneas Silvio Piccolomini, más conocido como Pío II tras ser elegido papa, en 1458 (esa obra, que reúne veintitrés composiciones de tema erótico, tiene como protagonista a una joven de quien el futuro Sumo Pontífice se había enamorado cuando estudiaba en la Universidad de Siena; censurada con posterioridad por las autoridades eclesiásticas, vería la luz de nuevo a finales del siglo XIX).

En vida, Antonio Serón fue elogiado por su amigo Ramírez Pagán en su Floresta de diversa poesía (1562). Pero su muerte trajo de la mano un rápido olvido. Sólo algunos eruditos repararon en su figura y obra. Ya en el siglo XVII, el zaragozano Juan Francisco Andrés de Uztarroz lo citó en Aganipe de los cisnes aragoneses celebrados en el clarín de la fama, en el que pretendía congregar a los escritores patrios más sobresalientes. Y el sevillano Nicolás Antonio, que reunió nada más y nada menos que a todos los literatos hispanos desde Augusto hasta sus días, lo menciona en su Bibliotheca hispana nova.

El también zaragozano Ignacio Jordán de Asso fue el primero en publicar una selección de sus poemas, en 1781. Lo hizo en Ámsterdam, donde ejercía de cónsul español, con el título Antonii Seronis bilbilitani carmina. En su tarea es probable que se valiera del manuscrito hoy guardado en la Biblioteca Nacional con el número 3663 y que con anterioridad fue posesión de Bartolomé Morlanes, capellán de la basílica del Pilar. Unos años más tarde, Félix Latassa recogió su nombre, al que sumó escuetos datos biográficos, en su Biblioteca de escritores aragoneses.

Pese a su evidente calidad y a que ha sido traducido hace escasas fechas por José Guillén Cabañero, en nuestros días nadie se ocupa en leer a Serón. Tanto los latinistas, cuyo interés se circunscribe a la Antigüedad, como los estudiosos del Renacimiento, ocupados en analizar los textos en castellano, lo ignoran. Como consecuencia, se ha instalado en tierra de nadie, en el limbo, en compañía de otros aragoneses que durante el siglo XVI escribieron en la lengua de Cicerón. Bueno, o ahí estaba hasta que el papa Benedicto XVI decidió suprimir el limbo.

Para saber más:
-Pérez Lasheras, Antonio: La literatura del reino de Aragón hasta el siglo XVI, Zaragoza, Ibercaja-DPZ, 2003.
-Sánchez Portero, Antonio: Noticia y antología de poetas bilbilitanos, Calatayud, Imp. Tipo Línea, 1969.
Segunda Noticia y antología de poetas bilbilitanos, Calatayud, Centro de Estudios Bilbilitanos, 2005.
-Serón, Antonio: Obras completas de Antonio Serón (2 vols., ed. José Guillén), Zaragoza, IFC, 1982.

jueves, 5 de junio de 2014

Al-Mutamín (o Al-Mutamán), el matemático que fue rey

En nuestros días, sofocados por la zozobra en la que nos han sumido, los términos “gobernante” y “sabio” parecen pertenecer a universos opuestos, antitéticos. Sin embargo, esto no siempre ha sido así. Hubo otras épocas en que personas inteligentes, versadas con gran aprovechamiento en diferentes ciencias, se ocuparon también de tareas políticas y orientaron su capacidad y tiempo al servicio de la comunidad.

Uno de esos singulares prohombres se llamó Abú Amir Yúsuf ben Ahmed ibn Hud, aunque los cronistas se refieren a él por el sobrenombre que adoptó: Al-Mutamín (o Al-Mutamán), “el que confía en Dios”. Reinó en la taifa de Saraqusta (Zaragoza), ciudad en la que había nacido hacia el año 1040 (el 431 del calendario musulmán), y, tras recientes investigaciones, hay quien ha llegado a la conclusión de que, pese a morir bastante joven, se trata del matemático más brillante en la historia de la península Ibérica y, posiblemente, el más sobresaliente de toda la Europa medieval. Hasta tal punto ha asombrado la magnitud de sus logros que algunos especialistas han planteado la posibilidad de cambiar los nombres de varios teoremas clásicos de la Matemática, pues Al-Mutamín los expuso siglos antes de que fueran “descubiertos” y divulgados en Occidente.

Al contrario de lo que mucha gente cree, el Islam no sólo floreció en el sur peninsular. Hubo otras zonas de lo que hoy es España donde la cultura musulmana alcanzó un espectacular desarrollo. Una de ellas fue el valle del Ebro, espina dorsal de la llamada Marca Superior, un territorio de frontera cuya cabeza visible era Zaragoza. Tales fueron su arraigo en la zona y su poderío que, por ejemplo, en su avance hacia el Sur los cristianos ocuparon antes Toledo (1085), ya en La Mancha, que Huesca (1096), a las puertas del los Pirineos.

Después de una tumultuosa relación plagada de constantes pugnas entre la autoridad central y los poderes islámicos locales, estos últimos aprovecharon la fitna o guerra civil que despedazaría el hasta entonces próspero califato de Córdoba para constituir, a comienzos del siglo XI, un reino o taifa independiente. Dos linajes árabes con origen en el Yemen, los Tuyibíes y los Hudíes, se sucedieron en el trono y Saraqusta conoció con ellos un periodo de prodigioso esplendor.

El padre de Al-Mutamín y segundo miembro de la dinastía hudí, Abú Yafar Ahmed ben Sulaymán, extendió el dominio saraqustí hasta el mar al ocupar Tarragona, Tortosa y Denia. Y Zaragoza contó con un puerto muy activo, al igual que en época romana. El Ebro, navegable, se convirtió en aventajado camino para el tránsito de mercancías, gentes e ideas hacia el Mediterráneo, en especial las costas de Siria y Egipto, en viajes de ida y vuelta.


En 1064, dicho rey recuperó Barbastro, que había sido sometido un año antes por la primera cruzada de la historia, animada por el papa Alejandro II (una especie de ensayo de las que unas décadas más tarde asolaron Tierra Santa), y se ganó a pulso el sobrenombre de Al-Muqtadir Billáh, “el victorioso con la ayuda de Dios”. En las afueras de Zaragoza mandó levantar una residencia de ensueño, como sacada de un cuento de Las mil y una noches, la Aljafería, a la que el propio monarca calificó en un poema como el “palacio de la alegría” (qasr al-surur). Y en ella reunió una Corte de ilustrados, musulmanes y judíos, instruidos en múltiples saberes. Literatos, filósofos y científicos de todo Al-Ándalus, que huían de la contienda fratricida, buscaron refugio a orillas del Ebro y aquí se sumaron a los eruditos autóctonos, que ya despuntaban.

En este ambiente creció Al-Mutamín, rodeado de señeros hombres de ciencia. Su interés se centró en los matemáticos y los astrónomos. Los primeros estaban ligados a figuras como Abú Abd Allah Assaraqustí o el cordobés Al-Karmani, difusor del neoplatonismo a través de la llamada Enciclopedia de los Hermanos de la Pureza. Entre los segundos descollaba Ahmad ben Muhammad Al-Naqqash, quien fabricó un astrolabio que custodia con especial celo el museo Nacional Germánico de Núremberg.

Aun cuando el dilatado reinado paterno, que se extendió entre 1046 y 1081, le permitió dedicar parte de su tiempo al estudio, Al-Mutamín no abandonó sus obligaciones cortesanas. De esta forma, al fallecer su progenitor, estuvo en disposición de gobernar con destreza un reino ya debilitado e inmerso en una espinosa encrucijada, puesto que todas sus fronteras se veían amenazadas por temibles antagonistas, no solo cristianos sino también musulmanes. Castilla aguardaba expectante la oportunidad de poner el pie en territorio saraqustí. Pero las mayores amenazas provenían del Norte y del Este, donde el joven reino de Aragón y los condados catalanes se expandían con gran pujanza, y donde su hermano menor Al-Mundir, asentado en Lérida, le negó el vasallaje y se alzó en rebeldía.

Para contrarrestar el poder de sus enemigos, Al-Mutamín contó durante su gobierno, desde el primer al último día, con la inestimable ayuda de un aliado a sueldo, Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador. El célebre cantar de gesta que relata sus hazañas, compuesto más de un siglo después de los hechos históricos, silencia su servicio a las órdenes del monarca saraqustí y ahorma la realidad a necesidades propagandísticas y literarias. En sus versos, a golpe de espada, cercenando cabezas y miembros de “moros” a diestro y siniestro hasta que le va por el codo abajo mucha sangre chorreando, el caballero castellano se abre paso por los dominios zaragozanos (todas las tierras aquellas mucho que las saqueaba / y ya también Zaragoza la tiene sujeta a parias), que el poema épico hace depender equivocadamente del rey de Valencia.


Pero la realidad fue otra, muy distinta a la cantada por los juglares. El Cid, al frente de su hueste mercenaria en el exilio, se convirtió en el brazo armado de la política de Al-Mutamín. Se mantuvo siempre fiel al zaragozano, con quien formó un tándem cabal. Y en su nombre batalló sin descanso y derrotó en varias ocasiones, pese a una clara inferioridad numérica, a los ejércitos coaligados de Al-Mundir, el rey de Aragón Sancho Ramírez y el conde barcelonés Ramón Berenguer II (a este último le arrebataría Colada, una de las dos espadas, junto a Tizona, que la tradición le atribuye). Para los habitantes de la taifa era un héroe admirado y sólo el repentino fallecimiento del monarca musulmán en otoño de 1085, unas semanas después de que todo Al-Ándalus llorara sobrecogido la conquista cristiana de Toledo, pondría fin a la alianza.

La herencia política de Al-Mutamín no le sobrevivió mucho tiempo. Su hijo y sucesor, Al-Mustaín (“el que implora la ayuda de Dios”), pudo mantener la independencia del reino ante los nuevos paladines del Islam occidental, los almorávides. Pero no fue capaz de detener el imparable avance de los aragoneses y encontró la muerte en combate, en 1110, a manos de las tropas de Alfonso I el Batallador.

No sucedió lo mismo, por suerte, con el legado intelectual de Al-Mutamín. Aunque también cultivó la Filosofía, el saraqustí se volcó en la redacción de un compendio enciclopédico de la Matemática más avanzada de su época, el Libro de la perfección (Kitab al-Istikmal).

En ese tratado, el más extenso escrito hasta entonces, se recogen, glosadas en profundidad, lo que los musulmanes llamaban “ciencias de los antiguos”. Es decir, los escritos científicos de la Grecia clásica (Euclides, Arquímedes, Teodosio de Bitinia, Menelao de Alejandría, Apolonio de Pérgamo, etc.), reunidos y conservados en Bagdad por orden de los califas abasíes desde mediados del siglo VIII. A esos textos se añaden descubrimientos destacados de las primeras generaciones de matemáticos musulmanes. En particular, de Thabit ibn Qurrá e Ibn Al-Haytham (el Alhacén de los cristianos). No hay que olvidar que la erudición islámica desarrolló enormemente la aritmética decimal, las fracciones y la trigonometría plana y esférica, así como la resolución de ecuaciones. De ella proceden los números que usamos en la actualidad (números “arábigos”), junto a términos tan comunes hoy en día como algoritmo o álgebra.

En el Libro de la perfección se diseccionan infinidad de postulados de Aritmética (teoría de los números, números amigos, números irracionales, razones y proporciones...) y Geometría (geometría plana, geometría de la esfera y otros cuerpos sólidos, secciones cónicas...), así como sus aplicaciones en ciencias como la Óptica y la Astronomía.

Sin embargo, no se trata tan solo de una recopilación y unos comentarios de teorías ajenas. Su presentación es novedosa e inédita, al estructurar el contenido de acuerdo a las categorías de la Lógica de Aristóteles y dividirlo en géneros y especies. A su vez, incluye aportaciones originales de gran mérito. Una de ellas es la resolución, nunca antes hecha, del denominado teorema de Ceva, una proposición geométrica que no pudo ser demostrada en Europa hasta ¡seis siglos después!, cuando en 1678 lo consiguiera el milanés Giovanni Ceva.

Como se ve, la influencia de los escritos de Al-Mutamín no llegó a alcanzar la Europa cristiana, a pesar de que su biblioteca personal fue salvada y trasladada a Rueda de Jalón, refugio de los últimos Hudíes, antes de que el Batallador tomara Zaragoza. Unos años más tarde, cuando Rueda pasó a depender de la diócesis de Tarazona, traductores al servicio del obispo Miguel de Toulouse, en particular Hugo de Santalla (“Escuela de Traductores de Tarazona”), trabajaron en los manuscritos allí guardados. Pero no existe ninguna referencia a la obra del rey matemático.

Por el contrario, sí que circuló por el mundo musulmán. Uno de los primeros estudios científicos de Maimónides fue una revisión exhaustiva del Libro de la perfección, cuyo contenido dieron a conocer en el Egipto fatimí los discípulos del pensador judío nacido en Córdoba. Y desde allí se difundió a otras zonas de dominio islámico, pues se ha documentado su presencia en Bagdad en el siglo XIV.

Su rastro, sin embargo, se perdió en el tiempo y hasta hace escasas fechas el texto de Al-Mutamín era desconocido. Fragmentos anónimos de un manual matemático, que hoy se sabe que pertenecen al Libro de la perfección, fueron catalogados en bibliotecas de Leiden, Copenhague y El Cairo. Pero hasta 1985 no se produjo su resurrección, cuando fue hallada una copia en la biblioteca L’Askeri Müze de Estambul procedente de la colección de obras científicas del cultivado sultán otomano Mehmed II (1432-1481), el mismo que con la conquista de Constantinopla puso irreversible fin al milenario Imperio Romano de Oriente. Esa resurrección fue definitiva tras ser encontrada, poco después, una segunda copia en la capital egipcia.


Dos profesores universitarios, el holandés Jan Hogendijk y el argelino Ahmed Djebbar, han dedicado desde entonces muchas horas de estudio a los trabajos matemáticos de Al-Mutamín. Y este último advirtió, además, que una obra de Ibn Sartaq (siglo XIV), que se conserva en dos códices en El Cairo y Damasco, es en realidad una versión del Istikmal que permite completar las partes que faltan en otros repertorios.

De la importancia de los hallazgos de este rey sabio habla el hecho de que Al-Mutamín se convirtiera en el tema estrella del XIX Congreso Internacional de Historia de la Ciencia, certamen auspiciado por la UNESCO cada cuatro años y celebrado en Zaragoza en 1993 (cuando aún no había que ahorrar también en sabiduría), al que acudieron más de 1.300 científicos de todo el mundo, entre ellos varios premios Nobel. En él, los conocimientos acopiados por el zaragozano asombraron a todos los presentes y, aunque hoy arrinconado, quedó certificado que se trata de uno de los matemáticos más sorprendentes y magistrales de la historia.


Para saber más:
-Andú, Fernando: El esplendor de la poesía en la taifa de Zaragoza, Zaragoza, Mira, 2007.
-Al-Gazzar, Abu Bakr: Diwan. Abu Bakr al-Gazzar, el poeta de la Aljafería, Zaragoza, Prensas Universitarias (Col. Larumbe), 2005.
-Cervera, M ª José: El reino de Saraqusta, Zaragoza, CAI, 1999.
-Corral, José Luis: El salón dorado (novela), Madrid, Edhasa, 1996.
Historia de Zaragoza. Zaragoza musulmana (714-1118), Zaragoza, Ayuntamiento y CAI, 1998.
— El Cid (novela), Barcelona, Edhasa, 2000.
-Turk, Afif: El reino de Zaragoza en el siglo XI de Cristo (V de la Hégira), Madrid, Instituto Egipcio de Estudios Islámicos, 1978.
-Viguera, Mª Jesús: El islam en Aragón, Zaragoza, CAI (Col. Mariano de Pano y Ruata), 1995.

domingo, 9 de marzo de 2014

Jerónimo Soriano, un pediatra moderno del siglo XVI

En nuestros días, nos es imposible imaginar lo frágil que ha sido la vida humana desde que el homo sapiens comenzara a poblar la Tierra hasta hace tan solo unos años, cuando fue descubierta la penicilina y, al finalizar la II Guerra Mundial, se generalizó el uso de los antibióticos. Un catarro mal curado, una simple rozadura que sangrara y se infectara, la rotura de una muela o cualquier otro problema de salud que en la actualidad únicamente representa una enojosa molestia pasajera no era extraño que desembocara en una segura condena a muerte.

Los más expuestos al peligro eran, como cabe suponer, los más débiles. Y entre éstos, el colectivo con mayor número de afectados, con diferencia, era el de los niños, diezmado por la ausencia de condiciones higiénicas y la deficiente alimentación. Por poner un ejemplo, la tasa de mortalidad infantil (el número de fallecidos antes de cumplir un año de vida, de cada mil nacimientos), que en España era del 3,1‰ en 2012, sólo una centuria antes, en 1901, ascendía hasta el 185,9‰. De cada mil niños que llegaban al mundo en nuestro país, casi doscientos fallecían antes de poder celebrar su primer cumpleaños. Y si eso ocurría en los albores del siglo XX, ¿qué no sucedería en el siglo XVI?

En esa época la Medicina todavía estaba anclada en los escasos tratados grecorromanos que habían logrado franquear el pantanoso filtro de la Edad Media. Textos atribuidos a Hipócrates, Aristóteles, Celso, Dioscórides o Galeno eran lo único que iluminaba a quienes intentaban sanar al prójimo, antes de que Vesalio y la sistemática disección de cadáveres comenzaran a minar muchos de los irrefutables dogmas de la Antigüedad, a pesar de la feroz oposición de la Iglesia. Esas eran las contadas armas, junto con lo aprendido en el ejercicio de su profesión, con las que podían batallar en el día a día los más cualificados médicos.

Uno de los más sorprendentes, admirables y “revolucionarios” de su tiempo se llamó Jerónimo Soriano, y nació y vivió en Teruel. No buscó nunca el beneficio económico ni el reconocimiento académico por la práctica de su trabajo. Su única preocupación fue la de restablecer la salud de los enfermos o, al menos, aliviar sus dolores y mejorar sus condiciones de vida. Sus escritos tuvieron gran repercusión durante décadas tanto en España como en Europa y América. Y la historia de la Pediatría (un término que no se comenzó a utilizar hasta bien entrado el s. XVIII) no sería la misma sin las aportaciones de Soriano, quien se anticipó en varios siglos a diagnósticos y logros de la Medicina contemporánea.

No se sabe con exactitud la fecha de su nacimiento. Es probable que fuera en torno a 1540, pues en el año 1600 asegura llevar “cuarenta años de ejercicio de la facultad médica”. Debió de cursar estudios superiores tanto en Valencia como en Zaragoza, al parecer con la ayuda económica de un protector llamado Gaspar de Pedro. Pero casi toda su vida profesional transcurrió en la capital turolense. Allí se ocupó de los problemas de salud de pacientes adinerados, aunque sin olvidar nunca a los más desfavorecidos, a quienes atendió de forma gratuita y por los que sintió una especial devoción, hasta el punto de llegar a ser conocido entre sus conciudadanos como señor “san Jerónimo”.

En 1595 llevó a la imprenta su Libro de experimentos médicos fáciles y verdaderos, recopilados de gravísimos autores, considerado la más antigua “enciclopedia médica” en castellano, dirigida a un público amplio y no sólo a los especialistas. Aunque la verdad es que por aquel entonces eran pocos los privilegiados que sabían leer y tenían la suficiente capacidad económica como para comprar un ejemplar, la publicación circuló pródigamente, pues fue reeditada hasta en 15 ocasiones, la última en el año 1700.

Con la intención de llegar al mayor número posible de lectores, Soriano eligió el castellano para difundir sus saberes y no el latín, la lengua internacional del momento y la usada habitualmente en la composición de obras científicas. Su fin último era el de instruir a cuantos más mejor en la tarea de prevenir, diagnosticar y tratar.

En cada uno de sus 59 capítulos, explicaba de una forma sencilla y comprensible cómo enfrentarse con remedios caseros a muy diferentes dolencias, desde quemaduras a úlceras pasando por la tiña, la sarna, los dolores menstruales, las molestias del embarazo, los cólicos, las verrugas, las almorranas, el dolor de muelas o de oídos, los piojos, las picaduras de serpientes... e, incluso, la alopecia. Primero presentaba las fórmulas aplicadas por los maestros antiguos, que conocía bien, y, luego, las matizaba o complementaba con recetas propias, producto de su experiencia.

Pero si su labor como divulgador de enseñanzas médicas fue más que notable, su figura se agiganta en el terreno de la asistencia a la infancia. Sus observaciones, sus intuiciones y su actitud le convirtieron en un profesional único, muy diferente al resto de sus coetáneos, al ser de los primeros en darse cuenta de que los chiquillos no son adultos bajitos, sino que padecen enfermedades particulares, propias de su edad. Hasta entonces, una vez que pasaban sus primeros meses de vida y abandonaban la lactancia materna, recibían los mismos cuidados que el resto de la población.

En 1600 Jerónimo Soriano editó en Zaragoza su obra más conocida: Método y orden de curar las enfermedades de los niños, de nuevo en castellano, con un estilo claro e inteligible que limita en lo posible los términos técnicos, además de emplear aragonesismos y sus equivalentes en otras regiones de España para hacerse entender mejor. Su estructura es similar a la de su primera publicación. Está dividida en 39 capítulos, cada uno de ellos dedicado a una enfermedad específica de la infancia, en los que se trasluce su aversión por el intrusismo profesional de sanadores y curanderos, así como por las estériles prácticas de hechicería.

Su enorme cariño hacia sus pequeños pacientes y su entrega vocacional se manifiestan en su pluma, cargada de tiernos diminutivos, suaves recomendaciones y expresiones de afecto.

En su siglo, ya había aparecido algún manual de orientación pediátrica. Dos de los más leídos fueron redactados por Thomas Phaer y Girolamo Mercuriale. El primero, que compaginó su quehacer como médico con los de abogado, político y traductor de Virgilio, había editado en 1545, en inglés, The Boke of Chyldren. Mientras que el segundo, esta vez en latín, dio a conocer en 1583 De morbis puerorum. En España, el mallorquín Damián Carbó (o Carbón), el toledano Francisco Núñez de Oria y el médico de Carlos V, Luis Lobera de Ávila, habían llevado al papel varios compendios en los que se hacía referencia a enfermedades infantiles, si bien centrados, fundamentalmente, en las complicaciones que pueden poner en peligro el parto o a los recién nacidos.

Soriano se ocupó también del embarazo, el alumbramiento y las primeras semanas de vida. Para la composición de esos capítulos se apoyó en Der schwangeren Frauen und Hebammen. Rosengarten (Las mujeres embarazadas y las parteras. El jardín rosa), de Eucharius Rösslin (Rößlin, Roesslin, Roslin o Rhodion), referencia básica en la Europa renacentista, desde 1513, para atender problemas de obstetricia, con ilustrativos grabados de Martin Caldenbach, discípulo de Durero. El turolense incluía la traducción castellana del correspondiente pasaje alemán, enriquecida con comentarios de cosecha propia que, en ocasiones, refutaban las tesis de la “autoridad” o aportaban puntos de vista particulares junto a medidas higiénicas y tratamientos novedosos.

Así, cuando el texto original recomienda baños y ungüentos para paliar la delgadez excesiva, Soriano no duda en desdeñar la idea por improductiva y defender, con un impagable sentido común, un mayor control en la calidad y cantidad de los alimentos, ya que “no hay remedio eficaz si por la boca no se da alguna cosa que ayude para que pueda rehacer naturaleza y recibir nudrimento en el cuerpo”.

Pero ahí no terminaron sus aportaciones, ni mucho menos, puesto que en las páginas de su libro abordó un extenso catálogo de dolencias infantiles, que aconsejó siempre tratar con los métodos curativos menos agresivos para el paciente. De esta forma diagnosticó la meningitis, los cólicos nefríticos, la dermatitis, el asma, las dificultades respiratorias durante el sueño, las complicaciones cardíacas y hasta las psiquiátricas. Vislumbró el carácter hereditario de la epilepsia, diferenció entre las convulsiones asociadas a procesos febriles y otros tipos de espasmos, y prescribió baños de agua tibia con objeto de bajar las altas temperaturas corporales, al contrario de como era costumbre.

Para combatir ciertas cámaras (diarreas) propuso el ayuno y la ingestión de bebidas azucaradas, pero nunca de leche. Distinguió entre diversos parásitos intestinales y subrayó la importancia de la nutrición para el desarrollo físico e intelectual, con conceptos que no se retomarían hasta el siglo XIX. En su texto se encuentra, además, la primera referencia española a la celiaquía, una enfermedad cuyos síntomas ya fueron advertidos por Areteo de Capadocia a comienzos del siglo II, pero que no sería tenida en consideración hasta que, en 1888, el inglés Samuel Jones Gee fijase su definitivo cuadro clínico.

Muchas de las tesis de Soriano tuvieron un enorme eco tras la muerte de su autor. Su última obra conoció ediciones ampliadas en 1690, 1697, 1709 y 1721. Y reputados profesionales, como Francisco Pérez Cascales y Luis Mercado, este último médico de Felipe II y Felipe III, se adentraron por las sendas que había desbrozado el genial turolense.

Pero si en algo se adelantó Soriano a su tiempo fue en la creación del primer hospital infantil del que se tiene noticia. En su trato diario observó que los niños precisaban un tipo de atención y un entorno distintos a los requeridos por los adultos, pues ni su cuerpo ni su mente han madurado todavía. Y con dinero de su propio bolsillo organizó un centro que acogió a los más necesitados.

Hubo que esperar casi trescientos años para que en las principales capitales de Europa se pusieran en marcha proyectos similares y sus ciudadanos pudieran tener a su alcance lo que consiguieron los turolenses a finales del siglo XVI. En la “muy civilizada” Inglaterra, por ejemplo, el Great Ordmond Street Hospital, establecimiento sanitario para niños pionero en Londres, no abrió sus puertas hasta... ¡1852! (por cierto, este hospital goza de un vital refuerzo económico al administrar los derechos de autor de Peter Pan, que le fueron cedidos en 1929 por su creador, J. M. Barrie, amigo y compañero en la redacción del periódico de la Universidad de Edimburgo de Arthur Conan Doyle y Robert Louis Stevenson).

A pesar del gran impacto de la persona y la obra de este precursor de la moderna Pediatría, especialidad que no alcanzaría la “mayoría de edad” hasta la segunda mitad del siglo XIX, cuando se independizó gradualmente de la Obstetricia y la Medicina Interna, la figura de Jerónimo Soriano se fue desdibujando tras su fallecimiento.

Sin embargo, el polvo dejado por paso del tiempo no ha logrado ocultarla por completo y, hoy, se le honra en su ciudad natal. En su memoria, se organizan en Teruel unos cursos de Pediatría que llevan su nombre, que también pone título a unas becas para proyectos de investigación que buscan asistir a niños de países subdesarrollados. A su vez, el premio Jerónimo Soriano, distingue el mejor trabajo publicado cada año en la revista Anales de Pediatría, órgano oficial de la Asociación Española de Pediatría.

Para saber más: 
-LÓPEZ PIÑERO, J. M. y BUJOSA, F.: Los tratados de enfermedades infantiles en la España del Renacimiento, Valencia, Universidad, 1982.
-SORIANO, Jerónimo: Método y orden de curar las enfermedades de los niños, Madrid, Real Academia de Medicina, 1929. / Valladolid, Maxtor, 2011 (ed. facsímil).

viernes, 31 de enero de 2014

Abraham Abulafia, el Mesías no nació en Belén sino en Zaragoza

Todavía crepitan los rescoldos de los fastos navideños con que la Cristiandad rememora anualmente el nacimiento de Jesús de Nazaret. Según el relato cristiano, el pregonado Mesías de los textos bíblicos fue alumbrado en Belén hace algo más de dos milenios. Sin embargo, hay quien considera que esa tradición, arraigada con vigor por los cinco continentes, no se sustenta sobre una base real. Para algunos, el anunciado Salvador es una mera figura literaria que ni habitó ni habitará entre los hombres. Para otros, todavía está por llegar. Han existido creyentes convencidos de que la Divinidad se encarnó en otros personajes históricos. E, incluso, los hubo que defendieron, con sincera devoción, que su venida al mundo se produjo durante el siglo XIII en... ¡¡Zaragoza!!, en el seno de la comunidad judía local.

A lo largo de los siglos, infinidad de iluminados, embaucadores o tunantes engañabobos se han apropiado de la condición de Mesías, el ungido por Dios, para instaurar su reino en la Tierra sin otro interés que el beneficio propio. No es ese el caso de Abraham ben Shemuel Abulafiah, más conocido como Abraham Abulafia, pues está considerado como una personalidad de enorme relieve en la cultura hebraica medieval, clave en la historia de la cábala y uno de los máximos representantes de la mística, no solo judía, sino universal.

Abraham Abulafia vio su primera luz en la capital del Ebro en 1240. En ese tiempo, la judería de Zaragoza, cuyo origen se remonta a época romana, iniciaba un periodo de pujanza que se mantendría vivo durante décadas. El número de sus miembros crecía de forma sostenida, pues había acogido a judíos del sur peninsular, huidos del rigorismo religioso de los almohades, a los que se sumarían familias expulsadas de Francia. Y su prosperidad, tanto económica, como política y cultural, aumentaba al mismo ritmo.

Llegó a ser conocida como qiryah ‘alizah (ciudad alegre), un espejo, un modelo que imitar, punto de referencia para otras aljamas de la Corona de Aragón. Su elite, ligada a la monarquía, ocupó puestos de responsabilidad en la Corte, además de financiar empresas del soberano aragonés, de quien dependía. Y las sentencias de sus sofrim (notarios), hoy atesoradas como joyas jurídicas, literarias e históricas de valor incalculable en prestigiosas colecciones, como la Hebraica de Berlín o la British Library, sentaban cátedra en todo el Mediterráneo occidental.

Tal fue el auge de la aljama zaragozana que no tardó en rebasar sus límites físicos. Durante centurias ocupó el cuadrante sudoriental del antiguo recinto romano, comunicada con el resto de la ciudad por seis puertas o postigos que se cerraban por la noche. La sinagoga mayor se levantaba en el solar hoy ocupado por la iglesia del seminario de San Carlos Borromeo. A partir de 1273, con permiso real, saltaría la barrera que hasta entonces habían supuesto la antigua muralla de piedra y el Coso para dar vida a la llamada judería nueva, extramuros, de la que se conservan unos baños públicos, en los bajos de un edificio de viviendas, como único vestigio de la presencia hebraica en la capital aragonesa.


Ese entorno de prosperidad no retuvo, sin embargo, a la familia de Abraham Abulafia, que dejó la ciudad para instalarse en Tudela. Allí recibió el muchacho su primera formación de la mano de su padre, quien le inició en los preceptos del judaísmo. En 1260, tras el fallecimiento de su progenitor, partió hacia Tierra Santa en un viaje iniciático en busca del Sambation, un mítico río más allá del cual se encontraban las diez tribus perdidas de Israel. Pero al encontrar la zona devastada por las Cruzadas (en el siglo XIII se sucedieron cinco Cruzadas que solo sirvieron para sembrar en la región muerte, desolación y caos) y por el traumático fin del califato abasí a manos de los mongoles (1258), regresó a Europa.

Se casó a su paso por Grecia y se instaló en Capua, en el sur de Italia, donde bajo la guía de un médico llamado Hillel, probablemente el rabino Samuel ben Eliezer, también conocido como Hillel de Verona, se entregó al estudio de tratados cabalísticos (la cábala es una suma de las tradiciones místicas judías que pretende desentrañar los mensajes crípticos y las enseñanzas ocultas en la Torá, los cinco primeros libros de la Biblia o Pentateuco). Asimismo, se adentró en el análisis de la Guía de los perplejos, la obra cumbre de Maimónides, médico y pensador judío nacido en Córdoba, célebre por intentar maridar de forma armoniosa fe y razón. Según Abulafia, el texto encerraba un compendio de sabiduría enmascarada que, después de un minucioso examen, era posible decodificar.

Tras obtener cierto reconocimiento y contar con sus primeros discípulos, en 1271 se trasladó a la Península Ibérica para ahondar en su formación. Residió temporalmente en Barcelona y en Castilla, centros cabalísticos de primer orden (es más que probable que uno de los textos centrales de la cábala, el Zohar, fuese escrito por Moisés de León, contemporáneo del zaragozano), antes de iniciar nuevos viajes que le llevaron a Sicilia y, otra vez, a Grecia y Capua.

Parece ser que fruto de sus estudios y reflexiones llegó a la conclusión de la inminente llegada al mundo del verdadero Mesías y sus experiencias místicas le llevaron a determinar que el encargado de dar a conocer la buena nueva, tocado por la mano de Dios, resultaba que era él.

En 1280, protagonizó un impar episodio que le dio notoriedad y revela la singularidad de su persona y obra. Cada vez más convencido de su condición mesiánica, decidió entrevistarse con el papa Nicolás III, a quien anunció su visita, para darle cuenta de sus logros y obtener la alianza de judíos y cristianos de cara a la etapa que se avecinaba. Con ese fin, se encaminó a Viterbo, ciudad a la que se había trasladado la curia papal en 1257 para huir de la hostilidad ciudadana y de la constante violencia que reinaba en Roma.

En agosto, como tenía costumbre en época estival, el pontífice descansaba en un castillo cercano, Roca Suriana. Miembro de la poderosísima familia Orsini, de genio vivo, abundantes preocupaciones terrenales (no hay que olvidar que Dante, en su Divina comedia, no dudó en tacharlo de codicioso y corrupto, y lo colocó en el Infierno) y, por lo que se ve, poco dado al diálogo ecuménico, Nicolás III ordenó que se levantara una gran pira y que en cuanto asomase por ahí fuese apresado y quemado.

La noticia no hizo mella en el ánimo de Abulafia, que no abandonó la empresa, seguro de que Dios protegería a su emisario. Y al entrar decidido en el recinto amurallado, se enteró de que el papa había fallecido la noche anterior, de repente, a resultas de un inesperado ataque de apoplejía, lo que confirmaba sin lugar a dudas sus argumentos. No obstante, fue detenido y enviado a prisión. Pero los cardenales, enzarzados en una dura pugna por la sucesión en el trono de San Pedro, no sabían qué hacer con él y, finalmente, transcurrido un mes, lo pusieron en libertad.

Algo más prudente, visto lo visto, no quiso poner a prueba de nuevo el socorro divino y, por si acaso, sin esperar a que fuera elegido un nuevo interlocutor válido, esto es, un nuevo pontífice (las disputas entre candidatos italianos y franceses no se zanjarían hasta siete meses después de la muerte de Nicolás III, cuando Carlos de Anjou impusiera por la fuerza a su protegido, Martín IV), abandonó el lugar y se afincó en Sicilia, donde continuó con sus prédicas mesiánicas. La comunidad hebrea de Palermo hizo públicas sus protestas por la influencia que ejercía sobre los jóvenes del lugar y el rabino barcelonés Salomón ben Adret, gran autoridad jurídica del momento, condenó sus enseñanzas.

Como consecuencia, entre 1285 y 1288 estuvo confinado en la diminuta y ventosa isla de Comino, en el archipiélago maltés. Volvió posteriormente a Italia y en 1291 dio a conocer Imre Shefer, libro que reúne gran parte de sus enseñanzas. A partir de entonces se pierde su rastro y nada más se sabe de él.

A lo largo de su vida, este sorprendente zaragozano redactó más de cincuenta obras, muchas de las cuales se han perdido y otras permanecen inéditas. Entre las que alcanzaron alguna difusión figuran poemas, análisis gramáticos, comentarios a los libros de otros autores y textos proféticos. Pero las de mayor calado son tratados místicos y cabalísticos basados en la gematría, una ciencia centrada en la permutación y combinación de letras, y en las relaciones existentes entre las palabras de un mismo valor numérico, para revelar su trascendencia espiritual y dilucidar su simbolismo (a cada letra hebrea le corresponde un valor numérico; cuando la suma de las que componen una palabra es igual a la suma de las que forman otra, se considera que ambas deben tener una conexión).

No es este el lugar para analizar al detalle sus intrincadas teorías (doctores tiene la cábala), pero su fin último era establecer las técnicas y medios necesarios para conseguir la gozosa unión del hombre con Dios. Fijar un camino, ajeno a la realidad que nos muestran los sentidos, que libere nuestra mente y conduzca al Creador, para sumergirse en la esencia de su divinidad. Su misticismo, lleno de referencias musicales y términos eróticos, está emparentado con el de los sufíes musulmanes y enlaza con la lírica religiosa que siglos más tarde compondrá San Juan de la Cruz.

Su influencia, muchas veces velada, condicionó la obra de sus discípulos y de toda la cábala posterior. Algunos de sus escritos fueron vertidos al latín e italiano durante el Renacimiento por intelectuales cercanos a Pico della Mirandola, sobre todo por Guillermo de Sicilia, un judío converso más conocido como Flavio Mitrídates, y dejaron su poso en algunas corrientes cristianas del momento. Y hasta hay quien opina que afloran en la obra pictórica de Miguel Ángel, en especial en sus frescos vaticanos.

En la actualidad, la gente de la calle ignora por completo su existencia. No así ciertos novelistas amigos de misterios arcanos y algunos especialistas en Semiótica, Matemáticas e Informática, admirados por su capacidad para el análisis lingüístico y los cálculos combinatorios.

Sus textos han inspirado a creadores judíos contemporáneos, ya sean músicos, literatos (Élie-Geroges Barreby, Nathaniel Tarn, Yvan Goll) o artistas plásticos (Bruria Finkel, Abraham Pincas), por lo general de públicos minoritarios.

Pero su figura también está presente en famosos best-sellers de difusión planetaria. Philipp Vandenberg hace referencia a Abulafia y a su influjo sobre Miguel Ángel en La conjura sixtina. Los personajes de mayor peso de El último cabalista de Lisboa, del estadounidense Richard Zimler, siguen las doctrinas de Abulafia. La también estadounidense Myla Goldberg, alude a Abulafia en su novela La huella del silencio, que fue llevada al cine en 2005 con Richard Gere y Juliette Binoche al frente del reparto. El matemático e informático australiano Greg Egan, metido a escritor de ciencia-ficción, escogió en la ya clásica Ciudad Permutación el interfaz “Abulafia” como clave de acceso del principal protagonista, Paul Durham. Y el celebrado Umberto Eco, en El péndulo de Foucault, cuya acción está dividida en 120 capítulos agrupados en diez sefirot de la cábala hebrea, bautizó con el nombre del zaragozano un ordenador de vital importancia en la trama.

Para saber más:
-González Frías, Federico y Valls, Mireia: Presencia viva de la cábala, Zaragoza, Libros del Innombrable, 2006.
-Hames, Harvey J.: Like angels on Jacob’s ladder: Abraham Abulafia, the Franciscans and Joachimism, State University of New York Press, Albany (N.Y.), 2009.
-Idel, Moshe: The mystical experience in Abraham Abulafia, State University of New York Press, Albany (N.Y.), 1988. Hay una edición en francés: L’experience mystique d’Abraham Aboulafia, París, Les Editions du Cerf, 1989.
Cábala, nuevas perspectivas, Madrid, Siruela, 2005.
-Scholem, Gershom: Las grandes tendencias de la mística judía, México, Fondo de Cultura Económica, 1996.
Los orígenes de la cábala, Barcelona, Paidós, 2001.
La cábala y su simbolismo, Madrid, Siglo XXI, 2009.
-VV.AA.: Cábala y deconstrucción, Barcelona, Azul, 1999.
Aragón Sefarad, Zaragoza, DPZ-Ibercaja, 2004.
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