viernes, 20 de septiembre de 2013

Antonio Gavín y sus terroríficos cuentos

¿Quién fue el escritor español más leído fuera de nuestro país en los siglos XVIII y XIX después de Cervantes? ¿Algún clásico del Siglo de Oro como Mateo Alemán, Lope de Vega, Calderón, Quevedo o Góngora? ¿O bien un autor del momento: un intelectual de la talla de Jovellanos o los fabulistas Iriarte y Samaniego?

Pues bien, aunque no aparezca en ningún manual de Literatura, que, como muchas otras cosas, habría que revisar en profundidad para ser justos, el escritor español que más ediciones conoció de su obra en el mundo anglosajón durante los siglos XVIII y XIX, quince, sólo por detrás del Quijote y al mismo nivel que La Celestina, fue un aragonés hoy olvidado llamado Antonio Gavín. Su vida se nos revela como una novela de aventuras y la trascendencia de sus escritos, tanto literarios como políticos, de mucho más alcance del que se pueda sospechar.

Nació en Zaragoza, en 1682, en una familia acomodada. Estudió en los jesuitas de la capital del Ebro y, después, cursó Teología en la Universidad cesaraugustana. En 1705 fue ordenado sacerdote y pasó a ejercer de confesor en la catedral de la Seo (fuente de inspiración para numerosas tramas de sus narraciones). Fue admitido como miembro en la Academia de Teología Moral de la Santísima Trinidad de Zaragoza y asistió a varios juicios de la Inquisición.

En ese tiempo, la ciudad, como el resto del país, se veía azotada y dividida por la Guerra de Sucesión, que enfrentaba a muerte a los partidarios de dos pretendientes al trono de España, Felipe de Borbón, nieto del rey francés Luis XIV, y el archiduque Carlos de Austria. El alto clero aragonés y la Inquisición se pusieron del lado del Borbón, mientras que el bajo clero dio su apoyo al bando austracista.

Probablemente emparentado con uno de los últimos Justicias de Aragón, también llamado Antonio Gavín, que penaría hasta la muerte en una prisión borbónica, nuestro autor engrosó las filas de los incondicionales del archiduque y en 1711, cuando vio la causa perdida, huyó de Zaragoza. Disfrazado de militar, se adentró en Francia hasta alcanzar París. Allí se logró entrevistar con el confesor de Luis XIV, al que expuso una historia inventada. Pero éste, receloso, le negó el pasaporte para viajar a Inglaterra. Volvió a cruzar la frontera y en San Sebastián embaucó a un sacerdote jesuita que le ayudó a buscar amparo en Portugal, donde coincidió con James Stanhope, militar inglés de alto rango a quien conocía de su estancia en la capital aragonesa durante la guerra. Stanhope le facilitó el viaje a Inglaterra y le proporcionó cartas de presentación. Así, en 1714, tres años después de su fuga, por fin pudo poner los pies en suelo británico.

Pronto abrazó de corazón el protestantismo, complacido por la austeridad de su puesta en escena y el rigor de sus lecturas bíblicas. Gracias a la intercesión del obispo de Londres, se inició como pastor anglicano, primero en castellano, para inmigrantes y exiliados, y, más tarde, en inglés. Ocupó temporalmente el cargo de capellán en el navío real Preston y en 1720, en busca de mejorar su situación económica, muy marchita, se afincó en Irlanda. Tras unos años de denodados esfuerzos por combatir el catolicismo imperante en la isla, retomó su carrera como capellán castrense. Se sabe de su estancia en Gibraltar, donde sus encontronazos con el gobernador del peñón, el general Sabine, le empujaron a abandonar la milicia en 1734 y a solicitar su traslado a las colonias inglesas de América.

Una vez instalado, predicó en varias parroquias de Virginia, pero su temperamento y sus arraigadas convicciones pusieron trabas a su labor. Siempre a contracorriente, en ninguna aguantaba mucho tiempo a causa, principalmente, de su pionera, belicosa y tenaz postura en contra de la esclavitud.

Falleció en septiembre de 1750 y en sus últimas voluntades dejó dispuesto su sobrio funeral, aun cuando su fama comenzaba a extenderse a causa de las sucesivas ediciones de su libro A Master-Key to Popery (La llave maestra del papado), que también fue conocido como The great red dragon (El gran dragón rojo). Escrito durante su estancia en Irlanda, había sido editado en inglés por primera vez en 1724, en tres tomos, y no tardó en ser vertido al francés (Le passe par-tout de l’Eglise romaine), alemán y holandés. La publicación está compuesta por una amalgama de textos heterogéneos cuyo fin último es denunciar la corrupción y depravación de la Iglesia Católica. Ensayos doctrinales, bien sean de creación personal o bien extraídos de otros autores, en especial del extremeño Cipriano de Valera, que en el siglo XVI también se vio seducido por la Reforma, se hermanan con ejemplos de comportamientos innobles de autoridades eclesiásticas y ficciones literarias. Estas últimas, aderezadas con experiencias propias, más o menos fidedignas y cuyo escenario es la Zaragoza de la Guerra de Sucesión, son lo más llamativo del conjunto.

Por diferentes cuentos o novelitas breves desfilan toda una suerte de clérigos, inquisidores y aristócratas perversos, codiciosos y concupiscentes que abusan de su poder para seducir a jóvenes incautas a las que muchas veces, ya despojadas de honra y fortuna, no dudan en asesinar. La mayoría de los malvados sale indemne de sus tropelías y, además, asciende en la escala social.

Esas descarnadas narraciones de terror pasaron y pasan desapercibidas en España. Sólo contados eruditos enciclopédicos, como Menéndez Pelayo, o residentes durante décadas en Estados Unidos, como Ramón J. Sender, las han tenido en alguna consideración. El primero, en su Historia de los heterodoxos españoles, las tilda de “lubricidad monstruosa y desenfrenada” y celebra que nadie sepa de su existencia a este lado de los Pirineos. El segundo, tradujo e incorporó a su novela Carolus rex, “olvidando” citar la fuente, una de las historias breves de Gavín protagonizada por una joven rescatada por los franceses de las cárceles inquisitoriales de la Aljafería.

Por el contrario, la morbosa mezcla de sexo y sangre, tan del agrado del público local no sólo de entonces sino también de ahora, y que reafirmaba la primacía moral protestante sobre los papistas, gentes sin escrúpulos y suma de todos los vicios, tuvo un enorme eco en el mundo anglosajón. Su ascendente sobre la llamada literatura gótica es palpable, en particular sobre su obra cumbre, El monje (1795), de Matthew Gregory Lewis, con ambientación y personajes españoles, y que inspiró un guión a Luis Buñuel que no pudo rodar por falta de fondos. Y subyace también en multitud de relatos de escritores románticos posteriores y de clásicos del terror como Edgar Allan Poe.

Pero el gran influjo del aragonés al otro lado del Atlántico quizá no haya que buscarlo sólo en el terreno literario. Antonio Gavín manifestó por escrito su admiración por el imperio de la ley de que gozaban los ingleses frente a los atropellos de los poderosos, tanto en la metrópoli como en las colonias. Tras su muerte, sus papeles y su biblioteca, a través de su viuda Rachel, fueron a parar a manos del virginiano Thomas Jefferson, autor del Estatuto para la Libertad Religiosa de Virginia, así como uno de los padres de la Declaración de Independencia de los EE.UU. y su tercer presidente.

Y no es descabellado pensar que no sería el único en quien dejarían una profunda impronta. En la Convención de Filadelfia, reunida en 1787 para dotar de una Constitución al recién nacido país, se citaron las leyes forales de Aragón como modelo de protección de las libertades individuales. John Dickinson, uno de los redactores del texto definitivo, alabó de forma expresa la institución del Justicia de Aragón, un ejemplo que imitar por resultar un poder moderador del soberano, garante de su legitimidad y fuente de legislación.

No hay que olvidar que Gavín estuvo seguramente emparentado con uno de esos últimos Justicias y se opuso con denuedo a la llegada de los Borbones que, tras hacerse con el poder, promulgarían los Decretos de Nueva Planta. Éstos suprimieron definitivamente dicha figura jurídica (muy maltrecha tras el mazazo recibido por parte de Felipe II), junto con centenarios códigos legislativos que atemperaban la autoridad del monarca en los territorios de la Corona de Aragón y le obligaban a cumplir lo pactado.

Para saber más
-Barreiro, Javier: Galería del olvido, Zaragoza, Cremallo Ediciones, 2001.
-Gavín, Antonio: Compendio del origen y abusos de la Inquisición en Zaragoza. Escritos en inglés por D. Antonio Gavin, sacerdote español, y después Ministro de la Iglesia protestante en Inglaterra. Traducido al castellano por D. Ricardo Baxter. Buenos Aires, Imp. del Estado, 1826.
-Gavín, Antonio: El antipapismo de un aragonés anglicano en la Inglaterra del siglo XVIII. Claves de la corrupción moral de la Iglesia Católica (ed. Genaro Lamarca). Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 2008.
-Gavín, Antonio: El licenciado Lucindo o El cura canalla (ed. Genaro Lamarca). Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 2011.

3 comentarios:

  1. ¿Cómo puede ser que apenas encuentre referencias en la red sobre él? ¿Ha sido borrado de la historia?

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    1. En la historia, como en la vida, unos brillan y otros desaparecen, aunque muchas veces no sea justo. Este blog se dedica a los segundos. A ver si hay suerte y alguno "resucita". Puedes encontrar algo más de Gavin en: http://www.catholic.com/magazine/articles/the-five-most-influential-anti-catholic-books y en.m.wikisource.org/wiki/Gavin,_Antonio_(DNB00)

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  2. y como es posible que la gente no resucite

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