El afán por ceñir el globo terráqueo impulsó en las décadas siguientes a otros pioneros de indudable mérito, como los españoles García Jofré de Loaísa o Martín Ignacio de Loyola, el holandés Jacob Le Maire o los ingleses Francis Drake y Thomas Cavendish. Las travesías de todos ellos compartieron con la inaugural varias características. Fueron circunnavegaciones, es decir, travesías en barco que sólo tocaban tierra para avituallarse, comerciar o buscar refugio. Y todos avanzaron en dirección Oeste, hacia el Ocaso, en oposición al movimiento de rotación terrestre.
El primer ser humano del que se tiene noticia en circundar el planeta en sentido inverso al habitual, de Oeste a Este, siempre al encuentro del sol, fue aragonés y se llamó Pedro Cubero Sebastián. Su prodigioso periplo, cuya crónica plasmó en un extraordinario libro al igual que Marco Polo, tiene algunas particularidades que lo hacen todavía más excepcional. Viajó solo o con ocasionales compañeros, recorrió territorios hasta entonces herméticos, como Rusia o Persia, y como su fin último era el de difundir el catolicismo, siempre que le fue posible hizo el trayecto por tierra (a pie, en carro, a lomos de caballerías, en camello, en trineo, etc.) o surcó en barcazas los cursos fluviales. La empresa le ocupó nueve años de su vida, entre 1670 y 1679, bastante más tiempo que a Phileas Fogg quien, apurado por una apuesta, completaría en sólo 80 días un itinerario análogo.
Pedro Cubero había nacido en El Frasno, en la comarca de Calatayud, en 1645. Estudió Gramática y Filosofía en Zaragoza y cursó Teología y Jurisprudencia en Salamanca. Una vez concluida su formación, fue ordenado sacerdote y nombrado canónigo doctoral en Tarazona. Sin embargo, su afán de aventuras y su celo misionero pronto le movieron a abandonar ese cómodo “encierro” y dedicar su vida a la evangelización. Con dicho propósito, decidió marchar a Roma y obtener el título de predicador apostólico que concedía la Congregación para la Propaganda de la Fe, fundada en 1622 por el papa Gregorio XV para difundir el catolicismo y regular los asuntos eclesiásticos en regiones de herejes o idólatras.
Tras visitar al Santo Cristo de Calatorao, comenzó su aventura en Zaragoza, “cabeza de siete reinos por serlo del de Aragón”. La primera ciudad, “una de las más hermosas de Europa”, de las muchas que describirá con todo detalle.
En lugar de seguir la ruta más corta hacia Roma, su inagotable curiosidad le condujo primero a París, donde se entrevistó con Luis XIV, a Lion, la ciudad de los libreros, y a Ginebra, refugio de malvados calvinistas. A continuación, atravesó los Alpes y el Norte de Italia (se maravilló en Florencia y Siena) y por fin llegó a la Ciudad Eterna. Allí obtuvo de Clemente X la autorización para predicar en Asia y las Indias Orientales, y en seguida se puso en camino, pertrechado con su báculo y su breviario.
No se dirigió directamente a su destino, pues visitó antes Venecia, Austria y Hungría. Descendió luego por el Danubio y se adentró en el Imperio Otomano hasta Estambul. Sus prejuicios antes de entrar en la ciudad (“los turcos no son inclinados a las artes liberales ni a la arquitectura”) quedaron borrados de golpe al contemplar atónito la suntuosidad de sus palacios y mezquitas.
Se desvió luego hacia el Norte. Abandonó los dominios del turco y cruzó Transilvania, Silesia y Polonia, donde asistió a la entronización de Juan III Sobieski (quien unos años más tarde salvaría el imperio de los Habsburgo con una temeraria carga de caballería al frente de los legendarios húsares alados que desbarató el ejército otomano cuando sitiaba Viena). Este monarca le facilitó su viaje a través del gran ducado de Lituania, que en aquel tiempo se extendía hasta Ucrania. Además, le dio cartas de presentación para el zar de Rusia y el sha de Persia.
En pleno invierno y en trineo, pues en otoño el barro impedía circular por los escasos caminos existentes, hizo su entrada en Moscú. Alejo I, que regía un reino pobre, aislado y atrasado (sería su hijo Pedro I el Grande quien lo abriría al mundo y modernizaría), le permitió ejercer su ministerio en un barrio menor, a las afueras de la ciudad, durante una temporada. Al terminar su labor, bajó por el Volga, el río más caudaloso y grande de Europa, hasta el mar Caspio. Pero antes pasó por Astracán, ciudad célebre por sus pieles de cordero, donde probó el caviar y erigió un oratorio dedicado a la Virgen del Pilar en un suburbio habitado por mercaderes extranjeros.
Superada la singladura por el Caspio, entró en Persia, donde reinaba un soberano de la dinastía safávida, Suleimán I. Su capacidad de asombro se puso de nuevo a prueba en Qazvín, Isfahán y ante las ruinas de Persépolis. Logró alcanzar las costas del golfo Pérsico y allí se embarcó hacia la India: “Di infinitas gracias a Dios, porque hacía cerca de dos años que caminaba por tierra [...] con que ya deseaba entrar en el mar”.
Por fin en Asia, predicó en varias factorías de la costa hindú regentadas por portugueses, ingleses u holandeses, muchas veces a escondidas. En Goa veneró el cuerpo de San Francisco Javier y fue obsequiado con una reliquia ex visceribus eius (tantas reliquias del santo se repartieron que finalmente su cadáver desapareció, esparcido en trocitos). Recorrió Ceilán, un paraíso en la Tierra, las islas Maldivas y la costa del golfo de Bengala.
Malasia e Indonesia fueron las últimas etapas de su odisea antes de entrar en territorio español, las islas Filipinas. Como había hecho desde Rusia, intentó dar el salto a China, pero parece ser que no le fue permitido. Ya de vuelta, abordó el mítico galeón de Manila, que comunicaba el archipiélago asiático con Acapulco. De los más de cuatrocientos viajeros que lo acompañaban, sólo 192 llegaron a tierras mejicanas. La mayoría murió de escorbuto.
Franqueó Méjico a pie, de costa a costa, sin olvidar nunca su misión apostólica, y en Veracruz se hizo a la mar rumbo a España. Tras hacer escala en La Habana, pisó de nuevo suelo peninsular y aún llegó a tiempo para ver la entrada en Madrid de María Luisa de Orleáns, en enero de 1680, que relató minuciosamente.
Su libro, Peregrinación del mundo, conoció tres ediciones en vida del autor, hechas en Madrid (1680), Nápoles (1682) y Zaragoza (1688). En él dejó testimonio de todo lo vivido, así como de lugares absolutamente desconocidos en Europa: “no hay más vestigios que lo que yo escribo, como testigo de vista, pues todo lo vi por mis ojos y lo toqué y si hubiera otra cosa también la escribiera porque me precio mucho de escribir la verdad”, e intentó, en la medida de lo posible, ser preciso: “si acaso hubiere algún yerro, no fue culpa mía sino del intérprete”, llega a decir.
Por sus páginas desfilan lugares fascinantes, colmados de peligros (espesos bosques, estepas heladas, desiertos, inhóspitas selvas, altas cumbres, barrancos, ríos y mares), que sirven de escenario a fabulosos episodios. Nuestro protagonista a punto estuvo de morir en Silesia a causa de unas fiebres, conoció terribles tempestades en el mar Caspio y las costas filipinas, se vio involucrado en combates navales en el golfo Pérsico, atacado por piratas en el Índico y por nativos en Malasia. Fue encarcelado por el gobernador holandés de Malaca y vendido como esclavo por bandidos en las islas Maldivas (su dueña, descendiente de un portugués, lo liberó por ser de Aragón, dada su veneración por Santa Isabel de Portugal). Aun en territorio “amigo”, vivió peripecias sin cuento, ya que sobrevivió a un devastador terremoto en Manila y poco después vio cómo un cocodrilo atrapaba a un niño asomado en una canoa para devorarlo.
Siempre estuvo abierto a asumir con cierta naturalidad cosas ajenas a su cultura. En Polonia vio a la “gran bestia”, probablemente uno de los últimos ejemplares vivos de uro. En Persia, por ejemplo, comió langostas y saltamontes fritos, y no le disgustaron. Pero en la India, donde le pasmó la inteligencia de los elefantes, contempló con estupor a los brahmanes, “unos con el brazo levantado continuamente, que ya casi lo tienen seco; otros con las uñas tan grandes que algunas de ellas son de más de medio palmo; otros cargados de cilicios su cuerpo; otros continuamente echados en el suelo, sin levantarse toda su vida...”, y cómo las viudas se inmolaban voluntariamente en la hoguera en la que se incineraba el cadáver del marido.
Por lo general, mantuvo la ecuanimidad: “Eso lo digo para que no tengamos en Europa por bárbaros a los asiáticos, pues puedo asegurar que dejando aparte el engaño en que viven, tocante a la religión, en lo demás son muy sagaces”. Su espíritu crítico, como no podía ser de otra manera, sólo se exacerbaba en temas religiosos. Sentía una profunda aversión por las doctrinas islámicas y el credo protestante, pero no así por los ortodoxos, casi hermanos: “ellos nos tienen a nosotros por lo que ellos son. Esto es, por cismáticos”.
Su apostolado no consistió tanto en ganar nuevos adeptos para el catolicismo como en dar asistencia con misas, bautizos y confesiones a creyentes de lugares remotos (algunas de las confesiones las hizo ¡con intérprete! y varios de los fieles atendidos llevaban más de tres décadas sin ver a un sacerdote).
Poco después de su regreso, viajó a Roma para informar al papa Inocencio XI de su misión. Y hay noticia de que no tardó en volver a los caminos, en tareas pastorales o diplomáticas. Ejerció como confesor apostólico en los ejércitos imperiales que luchaban contra los turcos en Hungría, visitó el Norte de África y, en 1681, asistió a la ceremonia de colocación de la primera piedra de las obras del Pilar. Posteriormente se le puede seguir la pista de nuevo en Estambul, Nápoles, Flandes, Inglaterra, Cataluña, Madrid, Valencia, Ceuta y Cádiz.
De algunas de sus aventuras dejó constancia en una segunda publicación, que dedicó a Pedro Calderón de la Barca: Segunda Peregrinación, donde se refieren los sucesos más memorables, así de las guerras de Hungría en el asedio de Buda, batalla de Arsan y otras, como de los últimos tumultos de Inglaterra, deposición del rey Jacobo e introducción del príncipe Guillelmo de Nassao, hasta llegar a la ciudad de Valencia (Valencia, 1697). Ese mismo año y también en la ciudad del Turia salió a la venta con su firma: Descripcion general del mundo y notables sucessos que han sucedido en el: con la armonía de sus tiempos, ritos, ceremonias, costumbres y trages de sus naciones y varones ilustres que en el ha avido.
La Biblioteca Nacional, además, guarda en sus archivos otra obra suya que carece de fecha y lugar de impresión: Porfiado sitio de Mequines adusto sobre la plaza de Ceuta: valor incontrastable con que se han portado las armas catolicas: notables acontecimientos que ha avido en el y un libro resumen aparecido en Cádiz en 1700: Epitome de los arduos viages que ha hecho el doctor don... en las quatro partes del mundo: Asia, Africa, America y Europa, con las cosas mas memorables que ha podido adquirir; así como un manuscrito que no llegó a la imprenta: Vida, crueldades y tiranías de Muley Ismael, emperador de Marruecos y rey de Mequínez, dedicado a Alonso Pachecho, caballero toledano de la orden de Alcántara y mayordomo de la reina viuda Mariana de Austria.
Este singular trotamundos aragonés es probable que falleciera en fechas cercanas a la edición de su segundo libro y, a pesar de sus hazañas, pronto pasó a sumergirse en las aguas del olvido en compañía de otros insignes viajeros y exploradores de la época, como Juan Pobre de Zamora o Pedro Ordóñez de Cevallos.
Para saber más
-Cubero Sebastián, Pedro: Peregrinación del mundo, Madrid, Miraguano Editores-Ediciones Polifemo, 1993.
-Serrano, José María: El insólito viaje de Pedro Cubero alrededor del mundo, Zaragoza, Mira, 1996.
Me encanta tu blog es muy necesario
ResponderEliminarSoy José María Serrano, autor de El insólito viaje de Pedro Cubero alrededor del mundo. Magnífico tu trabajo. Rescatemos a nuestros grandes personajes del olvido. Cordial saludo.
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